
Estados Unidos ha tenido varias veces extremista de derecha en la primera fila del espectro político. Barry Golwater fue uno de ellos en los años 60 del siglo pasado. También ha tenido progresistas pro socialista, como Bernie Sanders, entre los aspirantes a inquilinos de la Casa Blenca. Nunca ninguno de ellos se había sentado en el Sala Oval, antes del triunfo de Donald Trump en 2016. Un extremista de derecha en las palabras y en los hechos.
Trump ha gobernado la economía abiertamente para él, su familia, sus amigos millonarios y la elite concentradora de la riqueza y el ingreso nacionales. Ideológicamente su “America First” ha implicado descuidar y despreciar la pandemia al punto que USA lidera el mundo por número de contagiados y fallecidos por Covid. Además creó y fomentó grupos extremistas enemigos de los afroamericanos, los latinos y los musulmanes. En Latinoamérica impulsó hace un año el golpe de estado en Bolivia, cultivó una relación especial con el ultraderechista Bolsonaro en Brasil y construyó un “eje del mal” integrado por Cuba, Venezuela y Nicaragua, menospreciando toda diplomacia y búsqueda de soluciones políticas apropiadas en la arena internacional.
Ahora Biden abre nuevas perspectivas y prioridades para sus primeros días de gobierno. Primero sanar un Estados Unidos dividido por el odio multidimensional. Segundo: lidiar seriamente con la pandemia, fomentando el uso obligatorio de mascarillas y fortaleciendo la salud pública. Tercero: ayudar a las empresas medianas y pequeñas con apoyos estatales para reactivar la economía desde abajo Cuarto: combatir el racismo sistémico en sus múltiples manifestaciones. Quinto: volver al acuerdo de París contra el calentamiento global y a la OMS como rectora multilateral del tema de la salud en el mundo.
No ha hecho Biden muchas definiciones sobre su política latinoamericana y mundial. Pero se ha decantado por el multilateralismo, cuando la ONU cumple 75 años de creación. Las instituciones norteamericanas se ocuparán de los temas de corrupción en los que Trump y su familia puedan estar implicados. Porque el centrismo en política no puede significar impunidad.
En Bolivia, por arrasadora mayoría, asumirá un nuevo gobierno. Su presidente y vicepresidente son antiguos miembros del MAS fundado por Evo Morales y fueron colaboradores en sus 14 años de gobierno.
Arce proclama también gobernar sin odios y sin impunidad para el gobierno de Añez, acusado de asesinatos y actos de corrupción. Pidió la salida de Almagro de la OEA, por ser la marioneta de Trump en el golpe de estado de hace un año. Es deseable la autocrítica de los grandes medios de comunicación que en Estados Unidos y América Latina celebraron el golpe y no hicieron ninguna crítica a la fallida gestión de Añez. Arce propone desterrar el odio de la política boliviana y reivindica el Estado Plurinacional Boliviano que ya mostró hacer posible la compatibilidad entre la composición demográfica, la diversidad étnico-cultural y la democracia política en la sociedad boliviana.
Su gabinete estará integrado en gran parte por las nuevas generaciones políticas formadas en el MAS. Parece buscar la armonización de la lealtad política, la técnica y el conocimiento administrativos, y la honestidad en el manejo de lo público.
Igual que Biden en USA, Arce en Bolivia es una apuesta de envergadura. Tiene que enfrentar la crisis sanitaria, económica y social con mesura y éxito.
Dos gobiernos cultores del estilo político centrista se inauguran en dos realidades históricas del continente americano muy distintas económica y militarmente, pero cruzadas ambas por el odio racial, social y político. Solo se puede, desde el progresismo social, desearles el mayor de los éxitos a Biden y Arce, en este momento tan frágil de la historia humana.
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