El titular del Ejecutivo de la mayor potencia bélica del mundo se lanzó en una ofensiva que se parece mucho a la censura. El fantasma del lawfare llega también al rock.

El conflicto estalló tras el show del 17 de mayo en el Reino Unido, donde Springsteen —históricamente identificado con el Partido Demócrata y con un discurso obrero y progresista— redobló sus críticas políticas. “Nunca olviden lo que hizo este hombre con su odio, su racismo y su traición a la Constitución. No es solo un error del pasado: es una amenaza viva para el futuro de Estados Unidos”, dijo desde el escenario, en un tramo del recital que fue viralizado en redes.
Horas más tarde, Donald Trump usó su plataforma Truth Social para contraatacar. En un mensaje cargado de mayúsculas y acusaciones, exigió “una investigación a fondo” sobre el apoyo de Springsteen y Beyoncé a la campaña de Kamala Harris, sugiriendo que habrían recibido pagos ilegales disfrazados de contrataciones de servicios. “El pueblo estadounidense merece saber si sus impuestos están financiando la gira mundial de estos hipócritas de Hollywood”, escribió.
Desde la campaña de Harris negaron de inmediato cualquier ilegalidad y explicaron que los fondos transferidos fueron destinados a cubrir gastos de producción de eventos. Springsteen, por ahora, eligió el silencio. Se lo vio firmando autógrafos en Dublín, sin responder preguntas de la prensa sobre el episodio. Pero su entorno dejó trascender que no tiene intención de retractarse ni de bajar el tono a sus intervenciones. “Bruce ha sido siempre coherente. Cuando el país atraviesa momentos oscuros, su guitarra no es decorado: es barricada”, dijo un miembro de su equipo técnico a medios locales.
Para los analistas políticos, el caso de Springsteen podría marcar un punto de inflexión en la relación entre la política y la cultura pop en EE.UU. La judicialización del activismo artístico parece ahora una herramienta al alcance de cualquier líder poco afecto a que lo contradigan.
La historia del rock como vehículo político no es nueva. Pero en la era Trump, el riesgo de hablar claro sobre un escenario puede ir más allá del repudio en Twitter: puede terminar en los tribunales.
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