Cuando el lunes 7 de octubre de 2019 se produjo una de las primeras “evasiones” contra el aumento de tarifa del metro, nadie imaginaba hasta dónde llegaría el movimiento que nacía desde lo más profundo de Chile. Cuando los diputados del partido del presidente Sebastián Piñera presentaron un proyecto para sancionar penalmente a quienes evadían el transporte público tenían menos consciencia que nadie de lo que estaba sucediendo. Mucho menos claridad tuvo el abogado Clemente Pérez, expresidente del Directorio del Metro durante el primer Gobierno de Michelle Bachelet, cuando en un canal de TV afirmó: “Cabros, esto no prendió. No se han ganado el apoyo de la población. Ni siquiera en Twitter, donde se supone que este tipo de movimientos tienen más apoyo, no lo hay. La gente está en otra, el chileno es bastante más civilizado”.
Sin embargo, el descontento se viralizó, las protestas y las evasiones se extendieron, la Central Unitaria de Trabajadores se vio obligada a convocar a paros generales. Un día cuatro millones de personas se movilizaron en todo el país al grito de “Chile Despertó” y “No estamos en guerra” (en respuesta a declaraciones del presidente). No son treinta pesos, son treinta años, gritaban las paredes, las banderas y las voces roncas. La mayor manifestación de inconsciencia de clase la dio la “primera dama”, Cecilia Morel, cuando confesó desaforada: “Es como una invasión extranjera, alienígena, y no tenemos las herramientas para combatirlas”.
Luego pasaron muchas cosas: múltiples represiones y asesinatos, el acuerdo por una constituyente, el plebiscito, las elecciones y el terremoto que sacudió a toda la superestructura política y que aún tiene final abierto. Pero, al inicio —dicho en los términos de Spinoza— nadie sabía cuánto podía ese cuerpo político que había irrumpido al calor de un movimiento de masas que fue madurando en las últimas tres décadas.
A la concepción de lo político como lo meramente instituido, cristalizado bajo el imperio de una ley abstracta que regimenta para siempre a la sociedad, Spinoza opuso la perspectiva de lo instituyente en proceso de autoinvención, bajo el poder ilimitado de la multitudo. Complementaba esta idea con una concepción del derecho no como regulación muerta de la rutina de la vida, sino —tomo la interpretación de Warren Montag (*)— como “coextensión” del poder, el poder de hacer realmente aquello a lo que se tiene derecho: tengo derecho a todo lo que puedo. La multitud como cuerpo colectivo con “la idea de todo aquello que aumenta o disminuye, ayuda o reprime la potencia de actuar de nuestro cuerpo, aumenta o disminuye, ayuda o reprime la potencia de pensar de nuestra alma”. Las revueltas, las sublevaciones y los levantamientos que perturban las costumbres grises de la dominación cotidiana, hacen que el pensamiento y la imaginación política levanten vuelo y desarrollen todo su potencial. Se torna realista lo que antes era imposible. O se vuelve posible lo que se creía completamente delirante.
Es un aporte teórico fundamental al pensamiento político, muchas veces indebidamente apropiado por los llamados “autonomistas” que reducen toda la cuestión a este impulso y le dan un valor sin límites. En última instancia, la lucha política puede reducirse a la disputa entre quienes pretenden desarrollar (con programa, estrategia y organización) esas potencialidades y quienes buscan capturar y congelar el movimiento en etapas artificiales diseñadas por burócratas de escritorio.
Para la Argentina, tan regida en estos tiempos por una fría racionalidad de palacio, las lecciones chilenas dicen que se trata de retomar su tradicional carácter contencioso para abrir el horizonte a múltiples posibilidades. Y que nadie, ni en nombre de Dios o de la “relación de fuerzas”, se tome la atribución de dictaminar de antemano cuánto puede un cuerpo.
(*) Warren Montag, Aprendiendo de las masas: Trotsky en el Circo Modern, Suplemento Ideas de Izquierda 06-09-2020
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