Cosacos en el ejército ruso: en el nombre del abuelo, del hijo y del Kaláshnikov

En el frente del Donbás, en la guerra Ucrania-Rusia, los temibles soldados reaparecen sin leyenda ni épica. Sólo barro, deber y un legado que resiste entre silencios, balas y memoria heredada.

Rostov del Don, Rusia. Durante siglos, los cosacos habitaron las fronteras. No sólo en sentido geográfico. También como figura incómoda, libre, insumisa. Vivieron en los márgenes del imperio, entre cuchillos y caballos, lejos del protocolo. Su lealtad no se negociaba en despachos, se transmitía con silencios. En el sur ruso, su nombre aún provoca una mezcla entre respeto y prevención.

Esta crónica no intenta rendirles homenaje. Intenta entender por qué siguen existiendo. No como nostalgia, ni como fetiche exótico. Como realidad. Porque, mientras el mundo avanza con drones, los cosacos del Don siguen hundidos en barro. Sin romanticismo. Pero con fe, soga y fusil. La historia, para ellos, no se debate. Se respira. A fuego lento, y bajo fuego real.

Uno. Los cosacos nacieron como contradicción montada. Rebeldes que obedecían al zar. Autónomos y útiles. Un dilema para Moscú. Lucharon contra Napoleón, contra los turcos, contra los polacos. También contra Lenin. Stalin les pasó factura con la eficiencia habitual. Destierro, hambre o bala.

Durante el siglo XIX organizaron unidades militares. La del Don, la de Terek, la de Kubán. A cambio de privilegios, ofrecían servicio vitalicio. Entraban a caballo, con sable, nagayka y rifle. Parecían actores de su propio mito.

Con la caída soviética volvieron del fondo. En los ’90, muchos rearmaron rituales, uniformes, gestos. Borís Yeltsin los reconoció como expresión cultural. Algunos terminaron animando ferias folclóricas. Otros escoltaron a iconos ortodoxos en procesión. Y unos pocos, como los del batallón Terek, eligieron otra vez la trinchera.

No responden a Estado ni a partido. No declaran guerra santa ni fundan repúblicas. Se organizan entre ellos. Algunos evocan a los abuelos fusilados. Otros escapan de la cuenta corriente, el Excel y el domingo vacío. No hay un objetivo claro. Solo la certeza de que algo, en el fondo, se juega.

La escena se repite. Oficinistas, taxistas, deportistas. Dejan todo, se presentan, se van. Invocan el alma rusa o un bisabuelo con bigote. Puede sonar falso o profundo. Pero se van. Y combaten.

Dos. El batallón Terek se dice cosaco, aunque sus miembros no caben en ninguna genealogía pura. En el Cáucaso, la condición cosaca ya no se mide por sangre. Se mide por resistencia. Bajo una misma lona conviven descendientes del Don con chechenos, daguestaníes, armenios. No comparten linaje. Comparten barro.

La pertenencia no se enseña. Se contagia. En la forma de cubrir a un compañero. En la sopa compartida sin palabras. En la ropa mojada que nadie menciona. El código no baja de manuales. Sube de la trinchera.

Los perfiles desconciertan. Un médico dejó el consultorio para detectar drones. Un exjugador de hockey llegó tras enterrar a un amigo. Un tipo que ayer firmaba balances ahora limpia fusiles con la meticulosidad de un auditor fiscal. Ninguno espera estatuas. Apenas sobrevivir.

Algunos pasaron por guerras anteriores. Chechenia, Siria, Georgia. Otros pisan barro por primera vez. No existe preparación formal. Todo se aprende con la espalda apoyada en una zanja.

Las reglas internas son pocas. No se discute de política. Tampoco de religión. Hay una capilla ortodoxa portátil y un rincón para el rezo musulmán. Nadie sermonea. El enemigo no reza. Avanza.

Tres. El frente no ofrece gloria. Sólo barro espeso, frío y ruido. El enemigo rara vez se ve. Pero siempre se escucha. Un zumbido, un silbido, una explosión. Vivir ahí es cavar, esperar, y no hablar demasiado. Como en El desierto de los tártaros, pero sin novela.

En la línea entre Bájmut y Avdivka, la muerte no se disfraza. Las bajas alcanzan cifras grotescas. En semanas negras, hasta el 40% de un batallón puede desaparecer. La evacuación, una fantasía. Los drones saturan el aire como mosquitos en carnaval misionero.

Aun así, la humanidad aparece. Uno improvisó una radio. Por las noches suenan canciones viejas. Algunos tararean. Uno toca la armónica. Otro guarda una estampa que, asegura, desvía balas. El médico, medio sordo tras una explosión, volvió al frente porque todavía ve.

El sinsentido a veces se vuelve comedia involuntaria. Un checheno que odiaba cosacos ahora toma té con uno bajo el mismo techo de barro. No hubo reconciliación. Hubo silencio compartido bajo bombardeo. Y eso bastó.

No todo es chiste. Un chico de 17 se lanzó sobre un dron kamikaze para cubrir a los suyos. Sus compañeros le armaron una tumba con piedras, una gorra y una imagen ortodoxa. Sin ceremonia. Sin celular. Sin marketing de duelo.

Los hombres del Terek no buscan épica. Ni la niegan. Solo la dejan pasar. Evitan cámaras. Desconfían de discursos. Cumplen. Porque para ellos, el deber no se recita. Se padece. El presente no se entiende sin esa voz ronca del pasado. Una voz que huele a pólvora vieja. Que no grita. Que camina hacia el barro con paso cansado. Y sin pedir permiso.

Curiosidades

Cosacos en Sudamérica.  Tras la Revolución Rusa, varios cosacos blancos emigraron hacia  América del Sur. En los años ’20, un grupo se asentó en Perú con apoyo del gobierno. Fundaron comunidades agrícolas junto al río Apurímac. Llegaron con trajes típicos y acrobacias ecuestres. Las dzhiguitovkas —piruetas a caballo— dejaron huella en la memoria local.

Como los gauchos… Aunque con sus historias en en continentes distintos, cosacos y gauchos comparten más de lo que parece. Ambos son, decididamente,  jinetes del margen. Yambos también viven entre la autonomía y el deber. Defienden con cuchillo, duermen bajo estrellas, y siguen un código propio. Donde hay frontera, hay ley no escrita. Y un fuego encendido.

 

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