Antes de jugar los siete partidos en México '86, Ricardo Giusti fue campeón de América y del mundo con el Rojo en 1984. Próximo a cumplir 69 años –el jueves–, un relato que dimensiona su calidad como mediocampista por derecha.

–Estoy jugando– dije.
–De verdad, por los puntos– contestó.
También quiso saber dónde vivía. Le señalé mi casa y dijo que iba a volver. Pensé que mentía. Pero al otro día, después de la siesta, apareció con su coupé Chevy bordó.
–¿Quién es?– preguntó mamá mirando por la ventana.
–Es El Papero, ma. Quiere que juegue en su club.
Mamá esperó que El Papero aplaudiera. Después, secó sus manos en el delantal, corrió la cortina y salió.
–Buenas tardes señora, no sé si el nene le contó.
–El nene se llama Pablo. ¿Para qué lo necesita?– preguntó mamá.
–Que venga a jugar señora. Lo llevo y lo traigo.
Yo tenía siete años y las piernas flacas. Alfredo, el novio de mamá, me había enseñado a pasar la pelota con la parte de adentro del pie y daba resultados: jamás erraba un pase. Alfredo trabajaba mucho pero cuando tenía un domingo libre íbamos a ver a Independiente. Cuando me distraía con los vendedores ambulantes, Alfredo me recordaba que los partidos se jugaban adentro de la cancha.
–Miralo a ese. Es el mejor 8 del país– decía.
El Gringo Giusti jugaba al lado de Bochini, adelante de El Negro Clausen. De tanto mirarlo, aprendí cómo hacer relevos, a jugar de primera y a desmarcarme. Así entendí lo que era ser un 8 de verdad. Después de caminar, jugar a la pelota fue lo primero que aprendí. Me salía mejor que andar en bicicleta.
Sólo que tenía un problema: no aguantaba las ganas de llorar.
–Dale “Lluvia”, levántate– me cargaban mis compañeros de escuela.
Y aunque me animé a jugar para El Papero, y en las prácticas hasta me divertía, los sábados eran otra historia.
Me cambiaba junto a mis compañeros y empezaba a dolerme el pecho. Muchas veces prefería quedarme en el vestuario. O llevarle el bolso al ayudante de campo y mirar los partidos en el banco de suplentes. Tenía miedo de llorar adelante de toda la gente. El Papero y el ayudante de campo insistían para que no abandonase. Me daban un alfajor, un vaso de Coca al final de los partidos, como a los pibes que se animaban a jugar.
–Es cuestión de tiempo– decía El Papero para convencerme.
Sólo quería volver al barrio a jugar a la pelota. En mi calle, jugábamos descalzos, en cuero. Sin árbitros.
Después empecé a escaparme de casa a la hora que iba a pasar El Papero. Mamá se enojaba. Salía a buscarme y cuando me encontraba, me llevaba de la mano a casa repitiendo que la calle no era buena consejera, que si me había comprometido, tenía que jugar en el club.
Yo sentía que algo me faltaba. Alfredo era bueno pero no estaba nunca. El Papero me llevaba y traía pero no era lo mismo. Yo extrañaba a mi papá, al hombre que nunca había visto. Al que ni a patear me había enseñado. Con bronca lo extrañaba. Enojado porque extrañarlo me hacía sentir menos que los demás, que los que tenían a su papá alentándolos.
A mamá no le gustaba hablar de esas cosas. Cambiaba de tema cuando yo empezaba a preguntar. Me costaba animarme, como pedía El Papero. Y, cuando lo hacía, mamá se desmarcaba como si también hubiese visto jugar a El Gringo Giusti.
Así fue hasta el sábado de la final de clubes de La Matanza. Cuando desperté, mamá y Alfredo no estaban. Fui a la cocina y me hice la leche. Me dolía la panza. Esa tarde el club iba a estar lleno de gente. No sabía qué hacer. Lustré los botines y guardé las canilleras en el botinero. Volví a la pieza y cuando me senté en la cama para ponerme las medias, encontré la nota de mamá sobre la mesa de luz.
–Te dejamos un regalito en la mesada.
Corrí a la cocina y agarré el sobre de madera. Cuando lo abrí, no podía creerlo. Era el 8 de El Gringo Giusti. Lo acerqué a mi nariz, el olor a cuero me infló el pecho.
Al rato, escuché la bocina de la Chevy de El Papero. Subí y me senté atrás. Tragué todo el humo del cigarrillo del ayudante de campo apretando contra el pecho el regalo de mamá y Alfredo; sentía que algo iba a pasar. El ayudante de campo se dio cuenta.
–“Lluvia”, ¿qué trae en la mano?– preguntó.
Miró por el espejo retrovisor de su lado, le mostré el 8 y escupió la colilla del cigarrillo.
–A ver eso– dijo.
El Papero lanzó la carcajada.
–¡Vamos “Lluvia” todavía! –gritó por la ventanilla.
Sentí vergüenza. Y que El Papero era medio boludo.
–¿Y cuándo lo piensa estrenar?– preguntó el ayudante de campo.
Levanté los hombros. Volví a mirar hacia la calle. El Papero siempre agarraba el mismo camino. Conocía los negocios, las paradas de colectivos. Cuando faltaban pocas cuadras para llegar a la cancha, me puse a llorar.
–“Lluvia”, deje la novela para la noche.
El ayudante de campo me quitó el número de las manos. Después sacó una camiseta naranja nueva del bolso grande. Y de su cartera sacó el pomo de pegamento. Estampó el 8 y se sentó arriba de la camiseta, sobre la pizarra que usaba El Papero para enseñarnos movimientos. Esperó cinco minutos, levantó el culo y me la tiró en el pecho.
–Ya está, listo –dijo.
Llegamos al club y aproveché que El Papero y el ayudante discutían cómo iban armar el equipo. Fui al buffet y compré una ficha de flipper. Me quedaba una bola cuando El Papero gritó:
–¡“Lluvia”, cambiate que uno se olvidó el documento!
A la bufetera se le iluminó la cara. El viejo gordo que tomaba vino blanco con la camisa desabrochada, levantó el pulgar.
–Rompela, nene –dijo.
Corrí sin pensar. Llegué al banco de suplentes con el partido empezado. Apurado, me saqué el pantalón largo y até los cordones de los botines. Estiré un poco las piernas como dijo el ayudante de campo hasta que el árbitro hizo la seña para que entrase. Toqué el piso con la mano, cerré los ojos y me persigné como lo hacían los profesionales.
Cuando pisé la cancha, quedé en modo estatua. Quise correr, volver a escapar. Pensé en papá y me sentí solo. Hasta que sentí la pelota bajo la suela del botín y vi que el arquero rival estaba distraído. Ahí me acordé. El alfajor de dulce de leche. El vaso de Coca. El 8 de Giusti. Apreté los dientes y pateé.
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