Los cuentos de 0. Henry, humor e ingenio como herramientas para mirar lo real desde la ficción

Por: Juan Pablo Cinelli

La edición de "La senda del solitario" (editorial Fiordo) es un acto de restauración y justicia para una de las grandes influencias que tuvo el cuento argentino durante su época dorada.

Maestro en las artes del cuento, el humor y el conocimiento de la cultura popular de su país, O. Henry -seudónimo del estadounidense William Sydney Porter (1862-1910)- es un prócer de la narrativa corta. Sin embargo, como ocurre con la mayoría de los padres fundadores de cualquier nación, incluídas, como en este caso, las patrias literarias, su nombre y su obra no son recordados ya no como lo merecen, sino tan siquiera como un gesto de mínima cortesía. Por eso, la edición de la antología La senda del solitario (editorial Fiordo) no solo es una noticia excelente. También es un acto de restauración y justicia para una de las grandes influencias que tuvo el cuento argentino durante su época dorada.

14 cuentos memorables

El libro recopila apenas 14 de sus cuentos, cada uno extraordinario a su manera, publicados originalmente en distintas revistas, entre los últimos años del siglo XIX y la primera década del siguiente. En solo 15 años O. Henry escribió casi 400 de cuentos como estos, antes de morir pobre y enfermo a causa de su adicción al alcohol. Tenía 48 años.

Entre sus méritos destacan un sentido del humor carente de toda inocencia, a veces ácido, afilado e incluso cruel; una capacidad de observación abrumadora a la hora de retratar a las clases populares y los bajos fondos urbanos o rurales; y una particular destreza para dotar a cada relato de un final que permite releerlos a la luz de la sorpresa. Dueño de un ingenio sobrenatural, fue el creador, entre otras cosas, del término “república bananera”, luego usado de forma despectiva para definir a los países de América latina.  

Admirado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que incluyeron el cuento “El sueño” en su famosa antología Cuentos breves y extraordinarios, la mayor parte de las historias de O. Henry están protagonizadas por personajes del pueblo. Entre ellos se incluye tanto a quienes pertenecen a las clases media y trabajadora, como a descastados, delincuentes, vaqueros o peones rurales. Lo confirma la lectura de La senda del solitario.

El cuento que da título al libro narra la historia de un cowboy pendenciero, cuyo compañero de farras decidió casarse y abandonar la juerga. En “Los caprichos de la suerte”, un joven neoyorquino de clase acomodada pierde los favores de su familia y debe irse a vivir a la calle, donde conoce a un mendigo de más experiencia.

Por su parte, en “Un principe en el chaparral”, una nena de 11 años fanática de las historias de los hermanos Grimm, hija de una familia de inmigrantes alemanes, es obligada por su padre a trabajar en una posada en un pueblo vecino y anhela ser rescatada de ahí por un principe. En “La ambigüedad de Hargraves” un hombre que perdió todo durante la Guerra Civil se rehusa por orgullo a aceptar la ayuda de un famoso actor, pero acepta la de un viejo ex-esclavo. En cada caso, sus notorios giros finales operan como el remate de un chiste, pero con un ingenio literario que los convierte en memorables.

Un ejemplo de su agudeza para observar la realidad, que por lo general incluye una lectura política, aparece en el cuento “Cómo asaltar un tren”. Ahí, un ladrón del oeste revela lo fácil que es saquear un convoy ferroviario, pero desaconseja dicha práctica. Su remate no deja de resonar en la Argentina del presente.

Cómo escribir un cuento con gracia, pero sin perder filo crítico

Robar trenes no merece la pena. Llega un momento en que el dinero deja de tener todo valor para él. [El ladrón] Sabe que un día u otro bien perderá la libertad, bien la vida, y que los únicos instrumentos para alejar lo inevitable son la precisión de su puntería, la rapidez de su caballo y la lealtad de su compañero. […]

Pero hay una idea que el proscrito no puede apartar de la mente -una idea que le amarga la vida-: sabe dónde recluta sus agentes la justicia. Sabe que la mayoría de esos defensores de la ley que le pisan los talones fueron , tiempo atrás, rufianes, cuatreros, saqueadores, asaltantes; forajidos como él que un buen día obtuvieron la inmunidad al ponerse de parte del Estado, al convertirse en traidores y enviar a la cárcel o al patíbulo a sus viejos camaradas. Sabe que algún día -a menos que lo maten antes- dentro de él se despertará un Judas, alguien tenderá la trampa, y en lugar de asaltante será el sorprendido por la emboscada.

He aquí por qué el hombre que roba trenes escoge a sus compañeros con un cuidado mil veces superior al de una muchacha que elige novio. He aquí por qué en medio de la noche se incorpora en la cama y escucha los cascos de cada caballo que pasa. He aquí por qué durante días acecha la observación inesperada o el gesto poco usual de un compañero probado, o los murmullos entrecortados que su mejor amigo deja escapar entre sueños.

Esta es, en fin, una de las razones por las que la profesión de asaltar trenes resulta mucho menos agradable que cualquiera de sus ramas colaterales: la política y el monopolio comercial.

Fragmento del cuento «Cómo asaltar un tren».

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