Dos balcones, un crimen y una tragedia absurda que oscurecieron Mar del Plata

La de 1988 fue una temporada aciaga en La Feliz, que siempre se recordará por las muertes de Alicia Muñiz a manos del ex campeón mundial Carlos Monzón, y de Alberto Olmedo, cayendo de un piso 11.

Aquel verano de 1988, cercano a cumplirse el año del levantamiento carapintada en Campo de Mayo y sin advertencias de la traumática hiperinflación por llegar, Mar del Plata era la promesa de un récord. Las expectativas de una temporada con 4 millones de turistas alimentaban los sueños de salvación de todos. Y si en la ciudad escaseaban las botellas de champagne, se debía a los productores de teatro que descorchaban a cuenta. Tenían motivos: el año anterior, Alberto Olmedo, con el espectáculo El Negro no puede, había cortado más de 750 mil tickets. Otros muchos miles pagaban para ver las obras de Susana Giménez, Juan Carlos Calabro o Moria Casán. Pero lo que pudo haber sido una fiesta se convirtió en duelo. Primero, con un ícono del deporte argentino, el ex campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, asesinando a Alicia Muñiz, la modelo y madre de su último hijo; y unas semanas más tarde, con el propio Olmedo cayendo desde el piso 11 de un edificio frente al mar, inaugurando la leyenda de aquel verano de balcones trágicos.

Furia criminal

La noche del sábado 13 de febrero, Monzón se sentía como en aquellas veladas arriba del ring, invencible. El excampeón mundial de los medianos durante siete años había encontrado en el Casino algo de la adrenalina que genera fajarse con otro. Y a cada apuesta fuerte le seguía, puntual, una copa burbujeante. A su lado, Alicia improvisaba el reparto de fichas sobre números y colores. Ambos reían. Poco les importó el dinero derrochado y, todavía divertidos, llegaron al cumpleaños del conductor de tevé Sergio Velazco Ferrero, en el Hotel Provincial. Acostumbrado a resistir, a Monzón el cuerpo le pedía más. Ya eran las tres cuando atravesó el salón del club Peñarol, aferrando la mano de Alicia. Bailaron y siguieron brindando hasta que el sol de la mañana los convenció de volver al chalet del barrio La Florida, el mismo que el actor Adrián “El Facha” Martel había alquilado durante la temporada y que le había ofrecido a la pareja como gesto de amistad hacía el ídolo retirado.

Nunca se sabrá qué desató la furia criminal de Carlos Monzón, pero basta con saber que fue acusado de asesinato y que al año siguiente fue condenado a once años de prisión (la figura del femicidio todavía no existía y no se consideró el agravante por el vínculo porque el ex boxeador y Muñiz no estaban casados). Pese a que intentó convencer a los jueces de que los dos habían caído del balcón luego de un forcejeo (en efecto, Monzón cayó o se tiró después), las pericias probaron que Alicia murió por asfixia. 

Años después, en 1995, también en verano, Monzón volcó fatalmente cuando regresaba en auto al penal de Las Flores, en Santa Fe, durante una de sus salidas transitorias por buena conducta. Tenía 52 años y le faltaba poco para dejar de dormir en una celda.

La última bufonada

“No te dejo ir más, Negra. Yo ahora puedo tener todo lo que quiero en la vida. Todo. Cualquier cosa. Pero me falta el amor. Y el amor sos vos”. El 31 de marzo de 1988, durante un reportaje con la revista Gente, Nancy Herrera recordó el diálogo previo a la muerte de uno de los artistas populares más importantes que tuvo la Argentina. A sus 54 años, Alberto Olmedo no exageraba. Algunos de sus personajes –el Capitán Piluso, el Manosanta, Borges por nombrar solo tres ejemplos caprichosos– ya formaban parte del imaginario nacional. Su programa de sketches en Canal 9 combinaba picos de rating con ganancias desmesuradas y el estreno en cines de Atracción peculiar, junto a Jorge Porcel, la última de una carrera con más de cincuenta películas, validaban su condición de capocómico. Pero en ese marzo del ’88, las energías del actor estaban puestas en las dos funciones diarias de Éramos tan pobres, en el teatro Tronador, y en su reconciliación con Herrera, una actriz 27 años menor que él con la que había tenido idas y vueltas desde el comienzo de la relación.

En la víspera, Olmedo durmió una siesta, llenó de carcajadas las plateas y los súper pullman en dos turnos y cenó un cochinillo en el restaurante Zavalita’s, de la calle Córdoba, con su productor Carlos Rottemberg, el director y escritor de la obra Hugo Sofovich y parte del elenco. Olmedo pagó, como de costumbre, la larga cuenta de todos y aceleró el Mercedes Benz con la ilusión intacta de darse una nueva oportunidad con Nancy.

Al atravesar la puerta del departamento todo resultó aún mejor: el “te amo” escrito en rouge en el espejo del baño, el champagne esperando en la heladera, la noticia de un nuevo hijo –el primero con Nancy– que llevaría su nombre. 

Fueron muchos brindis, tal vez, o la euforia venía de otro lado, de sentirse al fin seguro de la lealtad de su joven pareja. Salió al balcón y realizó la bufonada de montarse sobre la baranda del balcón, incapaz de saber que sería la última. Después, ella sujetó hasta donde pudo el cuerpo de él que enseguida flameó en el aire. Habrá habido tiempo para una mirada incrédula, tristísima, como ocurre siempre en las despedidas de dos que se quieren.

Ese sábado 5 de marzo de 1988, los títulos de todos los diarios del país contaron, con más o menos recato, que Alberto Olmedo se mató al caer del piso 11 del edificio Maral 39, en Mar del Plata. 

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