El nuevo libro de Victoria Donda: «La soledad siempre y desde muy chica fue mi mayor miedo»

Un fragmento de "Cuando el amor vence al odio" publicado por editorial Penguin. "Ya escribí un libro sobre mi vida, pero esta vez elijo contarla a través de la historia de las relaciones de amor que me sostienen e hicieron que yo sea quien soy", sostiene Donda.

Si mi nombre era mi nombre… Si tenía otros padres…

Si tenía otra historia…

Si la Historia era mi historia…

Si mi militancia por los derechos humanos tenía un antecedente…

¿Cuántas cosas más?

Ah, sí: si tenía hermanas…

Era tanto lo que se definía en un análisis de ADN que no me fue fácil asimilar la idea.

¿Yo, hija de desaparecidos?

¿Justo yo, que ya militaba las causas de derechos humanos?

¿Me había tocado, en serio, a mí?

¿Entonces mis padres…?

Desde que un grupo de HIJOS se acercó a contarme lo que sospechaban sobre mi identidad hasta que tomé finalmente la decisión de ir al Hospital Durand a sacarme sangre, pasó de todo.

En ese tiempo viví situaciones muy movilizadoras, hechos que hoy diría que se conectaron mágicamente. Pero no, no fue magia: todo es parte del engranaje de la historia. De una herida social que comenzaba a sanar, impulsa­da por organizaciones como Abuelas, Madres e HIJOS. De una política de memoria, verdad y justicia que, por fin, era política de Estado. De una sociedad que se mostraba madura y decidida a no dar vuelta la página más oscura de su historia sino a mirarla de frente, por más dolorosa que fuera.

Y ahí, en el medio, estaba yo, con el miedo a tener que atravesar la Historia en mi propia historia, y sola, sanar todo ese dolor…

La soledad siempre y desde muy chica fue y es mi ma­yor miedo. Y ahí estaba, sola en mi cabeza, en mi alma, pero rodeada de amigas, amigos, compañeras… ahora que lo pienso, nunca estuve sola.

Los primeros indicios de que podía ser hija de desa­parecidos coincidieron con una época en la que todo es­taba revuelto en la Argentina: fines de 2001, ¿les suena? Junto a mis compañeros de militancia habíamos monta­do un centro cultural en el Banco Mayo de Avellaneda, que tras la crisis había quebrado y ya no funcionaba más.

Sí: un centro cultural erigido en un banco. Y ahí vivíamos.

Un día se acercaron unas chicas muy simpáticas que di­jeron ser estudiantes y que querían hacerme una entrevis­ta. Mentían, pero eso lo supe mucho después. Pertenecían a la agrupación HIJOS y estaban investigando “mi caso”.

Por entonces yo militaba en una agrupación de iz­quierda, no conocía mi verdadera identidad, me llamaba Analía, vivía sola.

Tenía algunos problemas económicos y por eso iba al menos dos veces por semana a comer a lo de mi mamá… de crianza.

Un día volvía del banco y, apenas llegué, mi “papá” me dijo:

—Me tengo que ir. En dos horas, llamá a este teléfono.

Mi mamá se sentía mal y se había acostado.

Cené sola, descontando el tiempo hasta hacer el mis­terioso llamado.

Finalmente, del otro lado del teléfono una voz me dijo que estaba hablando con un puesto de Prefectura.

También me dijo, sin más, que mi papá se había pega­do un tiro.

No entendía nada. Llegué corriendo al Hospital Fer­nández. Me senté en la sala de espera.

En el televisor, la placa roja de Crónica transmitía una noticia de último momento:

EL JUEZ GARZÓN ACABA DE PEDIR LA EXTRADICIÓN DE 46 MILITARES

Y entonces, entre los nombres de los militares, leo el que hasta ese momento era mi apellido:

Azic.

En esa sala, en ese instante, empecé a atar algunos cabos…

¿Era hija de un represor?

Con los ojos puestos en la que creía que era mi histo­ria, una historia que se me venía encima, lo primero que decidí es que no podía seguir militando.

Llamé a un compañero y se lo dije.

Juan había sobrevivido al tiro que se pegó y empeza­ría un largo tiempo de recuperación.

No quería seguir militando porque sabía que no iba a dejarlo solo, que no podía.

Quise verlo, necesitaba verlo.

Todavía se encontraba muy delicado y en la puerta había una guardia que impedía la entrada de cualquier familiar. Pero yo siempre fui muy obstinada…

Entré a los manotazos.

Y lo que vi sí que no me lo esperaba.

Estaba Juan (entonces, mi papá) acostado en la cama, sin cara. Se había pegado el tiro en el mentón.

En un instante se me pasó toda la bronca. Solo me dio una enorme tristeza.

En ese momento mi vida dio un vuelco. Se me fue el rencor, y a partir de ahí solo quise intentar entender todo lo que estaba pasando. Lo que me estaba pasando.

Llamé a mi hermana Carla para contarle “lo de papá”. Hasta ahora solo yo sabía que Juan se había intentado suicidar. Él, por alguna razón, me había dado la respon­sabilidad de ser la primera en enterarse…

Le conté a Carla y también le di indicaciones:

—Decile a mamá que papá está descompensado. Después le contamos la verdad, juntas.

Siempre he sido la que, en circunstancias duras, se hace cargo de la situación.

Durante el tiempo que Juan estuvo internado, me la pasaba todo el día en el hospital y hasta me quedaba a dormir en la sala de espera.

Mi hermana cuidaba a mi mamá, y yo a Juan. A veces nos alternábamos.

Cuando Juan ya llevaba tres días internado, volvió a contactarme de repente la gente de HIJOS.

Esta vez, ya formalmente, me citaron a una cuadra del Hospital Naval, donde habían trasladado a Juan por ser militar.

Fue en un bar donde me lo dijeron, sin vueltas pero con precaución:

—Tenemos la sospecha de que podés ser hija de desa­parecidos.

Corría el 28 de julio de 2003.

Mi primera reacción fue de pánico a tener que enfren­tar el peso de la Historia en mi historia personal.

Fue la primera vez que sentí en mi cuerpo la fuerza que tiene la verdad, pero también el miedo que podemos sentir frente a ella.

Aunque yo militaba hacía años, pateaba barrios, ha­blaba en asambleas y me sentía formada, ningún libro, ninguna marcha, ni nada te prepara para enfrentar tu propia verdad.

Y, definitivamente, todavía no estaba preparada. Aún me pregunto si alguien puede estarlo…

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