Hoy se estrena en la Argentina la segunda temporada de The Handmaid's Tale. La nueva entrega de la parábola de Offred profundiza los caminos de una historia que ya hizo historia.

Para quien no esté en actos: la serie tiene su fuente principal en el libro homónimo de Margaret Atwood, quien a mediados de los ’80, ante la contraofensiva misógina en los Estados Unidos de Ronald Reagan, vio en el 1984 de Orwell, los crímenes nazis y las revelaciones que se daban sobre secuestro y apropiación de bebés en la Argentina 1976-83, una relación que podía dar a luz una nueva historia distópica: la de un país (Gilead, ex Estados Unidos) que, ante la merma abrupta de nacimientos, entra en pánico y ve la salida en las ideas reaccionarias de un grupo de civiles que propone volver a una especie de sociedad bíblica, en la que los que mandan se reproducen esclavizando a las mujeres fértiles.
En la plataforma original Hulu, la segunda temporada de la primera serie en ganar un Emmy –además de un Globo de Oro– ya terminó. Eso ha producido una serie de comentarios y críticas que rompieron la unanimidad sobre su visión de la sociedad patriarcal, motor de su éxito y reconocimiento.
A medida que avanzaron los capítulos de la temporada que se está por estrenar en la Argentina, los comentarios sobre no estar a la altura de las expectativas generadas, producir cierta desilusión o profundizar sus rasgos estéticos (antes alabados) fueron aumentando, hasta llegar a críticas de distinto grado de molestia que difícilmente se aducirían ante los «errores» de series sin los cuestionamientos al modo de vida más o menos occidental y más o menos cristiano de quienes la critican. Parecería que molesta, precisamente, que sea fiel al principio feminista de que la intimidad es política, y por lo tanto se trata de una lucha en la que cada una de las posiciones que se ocupan lo son en tanto se relacionan con otras posiciones.
Así, Offred/June puede tener relaciones con un Ojo (guardián del orden dentro de una casa) porque se siente heterosexualmente atraída por él, pero al mismo tiempo seguir amando al marido y a la hija que le arrebataron; puede intentar provocar la sororidad de su ama Serena o explotar la misoginia de su amo Fred Waterford con el fin de obtener alguna ventaja en su posición, y combatirlos al mismo tiempo. La lógica de las alianzas contempladas hasta ayer nomás –como se vio en la discusión por la legalización del aborto– fueron desbaratadas por el movimiento de mujeres; seguir analizando las narrativas que dan cuenta de esa lógica como si fueran lógicas tradicionales es, como mínimo, pifiar el análisis.
De ahí que The Handmaid’s Tale es revolucionaria. No por la novedad que presenta –difícilmente presente alguna–, sino por su determinación a ir a contramano de lo que le quieren imponer, desde la estética hasta la construcción de los personajes, pasando por el ritmo narrativo. Ninguna serie de esta década se le parece. Ninguna alcanza su barroquismo conceptual (¿machaca en busca de liberación?). Eso no la hace más intensa, sino de una intensidad distinta a la que el ojo occidental y cristiano (y patriarcal) está acostumbrado. Lo que para ese ojo es tortura lisa y llana, en la serie es descripción: lo que es descripción, violenta tortura (como las escenas de criadas violadas con fines reproductivos).
«¡Se va a caer, se va a caer!», parece gritar The Handmaid’s Tale mientras relata una forma posible de heroicidad hasta ahora no conocida. «
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