La responsabilidad del cuidado es una tarea colectiva que se debe compartir. Volver a discutir sobre ello es urgente. Una mirada posible en el día en que se conmemora el Día Internacional del Trabajo Doméstico.

El 22 de julio se conmemora el Día Internacional del Trabajo Doméstico. Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo en Argentina, 9 de cada 10 mujeres realizan tareas domésticas no remuneradas, frente a 7 de cada 10 varones. Ellas destinan más de 4 horas diarias, ellos apenas superan las 2 horas y media. Esta diferencia es estructural y afecta profundamente las posibilidades laborales y personales de millones de mujeres.
El trabajo doméstico no remunerado es el motor silencioso sin el cual ningún otro trabajo sería posible. Si nadie cuida, nadie puede salir a producir. Si nadie cocina, no hay energía para estudiar o trabajar. Si nadie limpia, el hogar deja de ser habitable. Las estadísticas son claras: ese «alguien» suele ser una mujer.
Aunque tiene un valor inmenso, no aparece en las cuentas nacionales ni habilita jubilación. A diferencia de otros trabajos, no tiene descanso. El mandato cultural implica que se hace por amor, que las mujeres lo hacemos mejor, que nacimos para eso.
Cuando se habla de brechas de género en el empleo, se menciona el «techo de cristal» que impide a las mujeres alcanzar cargos altos. Pero pocas veces se habla del «piso pegajoso»: la red de tareas domésticas que impide avanzar profesionalmente. Para escalar, primero hay que poder moverse. Y cuando el tiempo está tomado por tareas domésticas, no hay espacio ni energía para más.
El tiempo no se distribuye de forma neutral. Las mujeres «eligen» trabajos más flexibles para compatibilizar tareas del hogar, pero esa elección está condicionada. Porque alguien tiene que hacerse cargo de los cuidados, y ese alguien suele ser mujer.
No se trata solo de redistribuir tareas, sino tiempo, oportunidades y energía vital. La equidad empieza por el uso del tiempo cotidiano.
La redistribución suele pensarse entre varones y mujeres, pero hay una capa más profunda: la clase social. Mientras algunas mujeres buscan conciliar trabajo y hogar, otras cuidan por ellas.
Me refiero a trabajadoras de casas particulares, niñeras, mujeres migrantes que cuidan hijos y adultos mayores. Muchas en condiciones precarias, sin derechos laborales plenos, sin obra social, sin descanso. Mujeres que cuidan para que otras puedan trabajar o estudiar. La interseccionalidad del cuidado incomoda porque revela privilegios. No es solo género, también clase, etnia y origen. La corresponsabilidad debe darse entre hombres, mujeres, sectores sociales, Estado, empresas y familias. Y requiere políticas públicas.
Las organizaciones privadas también cumplen un rol central. Es necesario transformar la cultura organizacional para que la corresponsabilidad sea real. ¿Cómo? Con licencias igualitarias, horarios flexibles que no penalicen, políticas de desconexión real, espacios de cuidado, formaciones en corresponsabilidad y género. Muchas veces se espera que trabajen como si no tuvieran hijos y críen como si no tuvieran trabajo.
Esa ecuación no cierra para nadie.
Durante décadas, muchas mujeres se definieron por su capacidad de «poder con todo» que se volvió un ideal agotador e injusto, que refuerza la desigualdad. El sacrificio silencioso no transforma el mundo.
Necesitamos imaginar una vida donde cuidar sea una tarea compartida y organizada. Eso requiere transformación cultural. Cuestionar la idea de que «las mujeres son mejores para esto», o que «nadie lo hace como una» y abrir paso a nuevos acuerdos.
En Grow – género y trabajo contamos con un equipo de masculinidades porque no hay transformación posible sin todos adentro. Hombres que hablan con hombres, que se interpelan y buscan caminos compartidos. Los cuidados también son una conversación pendiente entre varones.
Reconocer el trabajo doméstico no remunerado es el primer paso. Redistribuirlo, el segundo. Revalorizarlo, el tercero. Pero sobre todo, necesitamos una nueva narrativa. El trabajo doméstico es trabajo. Cuidar es responsabilidad de todas las personas.
Y transformar esta realidad es una tarea colectiva, urgente y profundamente cultural.
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