Experimentos con armas biológicas en el Amazonas

El Congreso brasileño cajonea el proyecto minero de explotación pero desde Perú ingresan marines y realizan pruebas.

Jair Bolsonaro atraviesa un mal momento. El peor podría decirse. El del final si se le diera crédito al juicio de los más tremendistas entre los analistas del gran país. Sus dos grandes proyectos de 2020 –uno que ordena a los militares intervenir en los conflictos agrarios y otro de entrega para la explotación minera de las tierras indígenas amazónicas– duermen en el Congreso. Y ahora se sumó la denuncia de que, gracias a las facilidades que Perú le dio al Pentágono norteamericano en la frontera con Brasil, un grupo de la United States Navy, los célebres marines, experimenta con armas biológicas de exterminio y fácil introducción en los territorios indígenas de la Amazonia.

Más allá de que el Covid-19 le cayó cuando imaginaba otro presente, lo cierto es que “el bicho” dejó al desnudo su autoritarismo. Sus pares de la región se las han ido arreglando para zafar ante algo tan igualmente inesperado, pero él, en pocas semanas, con ignorancia y soberbia, se fue construyendo pacientemente un pobre sepulcro más propio de dignidades menores que de una personalidad enferma, como la suya. Por ahora el Congreso ignora aquellas propuestas, y mientras el poderoso bloque legislativo del agronegocio le resta apoyo hasta en el proyecto que les permitiría prescindir del uso de las policías bravas, privadas, el sueño mineral de Bolsonaro sigue anclado y hoy se parece más a una pesadilla.

Desde que asumió, el primer día de enero de 2019, Bolsonaro creyó que todo se le proponía muy fácil, con un Legislativo manejable. El Congreso tiene 513 escaños y el presidente ultraderechista juró con apenas el 10%, 51 legisladores propios, miembros de su minúsculo Partido Social Liberal. Las alianzas logradas durante la campaña electoral y la tendencia de la derecha tradicional ampliaron su apoyo a un bloque de unos 300 miembros, poco menos de los tres quintos que exigen las reformas más profundas. Casi 200 de la bancada ruralista y más de 100 del pentecostalismo, el llamado Bloque de la Biblia. Pero ahora se ve que sus cálculos estaban errados.

Lo de las Fuerzas Armadas en combate contra quienes reclaman una tenencia más justa de la tierra, no es más que el simple pago de los favores recibidos en campaña y en estos tiempos de democracia agonizante. Y era absolutamente esperable. Lo crítico es la explotación de la Amazonia, que además de la minería incluye desarrollos hidroeléctricos, petroleros y gasíferos, lo que representa la construcción de represas y usinas con daños inevitables al ambiente y usurpación de territorios propios de los pueblos originarios. Es parte de un genocidio. Más de una vez, desde que asumió el protagonismo propio del cargo, Bolsonaro se ha lamentado de que “la caballería brasileña no fue tan eficiente como la norteamericana, o como mi general Roca, el argentino, que los exterminaron sin más vueltas”.

El proyecto de usurpación de los territorios indígenas es otro capítulo de una política que incluye, al menos, dos gestos más de clara enemistad. Primero, la designación del pastor evangélico Ricardo Lopes Días para dirigir el organismo que promueve el contacto obligatorio con las comunidades aisladas, los pueblos que por decisión propia permanecen alejados del mundo exterior. Lopes Días es miembro de la Misión Nuevas Tribus y operó hasta 2007, durante diez años, en la evangelización de la población amazónica, en tareas de captación para esa secta norteamericana. Segundo, la exclusión de los civiles, a favor de los militares, del Fondo Nacional del Medio Ambiente, el organismo encargado de impulsar actividades económicas sustentables en las áreas indígenas.

Como cierre explícito del soñado exterminio, como el de Julio Argentino Roca o el de la caballería norteamericana, Bolsonaro mantiene silencio ante las facilidades dadas por Perú a los marines. Desde allí, una frontera abierta, el Naval Medical Research Unit investiga enfermedades infecciosas y experimenta en el desarrollo de armas biológicas de exterminio, como aquellas que Estados Unidos sembró en Cuba en 1981, cuando con el dengue hemorrágico intencionalmente provocado murieron 158 personas.

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