Esta sentencia no solo afecta a una dirigente política de enorme relevancia histórica, sino que inaugura una peligrosa categoría de ciudadanos sin derechos políticos.

Esta sentencia no solo afecta a una dirigente política de enorme relevancia histórica, sino que inaugura una peligrosa categoría de ciudadanos sin derechos políticos, lo que representa una regresión institucional de enorme magnitud.
Desde la Revolución Francesa, los derechos políticos -el derecho a elegir y ser elegido- se consagraron como universales, inherentes a la condición de ciudadano. En nuestro país, estos derechos fueron conquistados a través de luchas históricas, que, bajo el liderazgo de Yrigoyen y Alem, forzaron al régimen oligárquico a sancionar la Ley Sáenz Peña, de voto secreto y obligatorio, en 1912 para luego, de la mano de Juan y Eva Perón, incluir a la mitad de la población proscripta hasta la sanción del voto femenino en 1947. Cada uno de estos hitos consolidó la idea de que la soberanía reside en el pueblo y que ningún poder del Estado puede restringir arbitrariamente su expresión.
La confirmación de la condena por parte de la Corte Suprema, que deja firme la inhabilitación perpetua de Cristina Fernández de Kirchner, consagra una sanción de carácter político bajo la apariencia de una decisión judicial. No se trata de argumentos jurídicamente dudosos: se trata de argumentos jurídicamente falsos, construidos sobre una narrativa sin sustento probatorio, que ignora principios básicos del derecho penal y del debido proceso. Esta sentencia no solo priva a una dirigente de sus derechos políticos, sino que también priva a millones de ciudadanos del derecho a elegirla como su representante. En una república democrática, la legitimidad del poder emana del voto popular, y suprimir ese derecho mediante decisiones judiciales de contenido político socava los pilares del sistema democrático.
Pero más allá de los dislates jurídicos, las nulidades y los desatinos procesales de esta causa, es en la concepción misma de una sentencia de inhabilitación política perpetua donde radica el corazón de la transformación regresiva del ordenamiento jurídico, y el ataque a las bases mismas del Estado de Derecho que implica esta decisión, casi monárquica, de los tres cortesanos de turno.
La historia nos enseña que los derechos no se pierden de golpe, sino por erosión progresiva. Por eso, como abogado, como militante y como ciudadano, no puedo dejar de señalar que este fallo no solo contradice la letra de la Constitución Nacional, sino también el espíritu de las luchas democráticas que nos precedieron. Defender los derechos políticos de todos, incluso —y sobre todo— de quienes representan proyectos transformadores, es la única garantía de que la democracia siga siendo una realidad y no una mera formalidad.
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