Guarda en una caja las fotos en las que Cristian, su padre, lo tenía aúpa con apenas 54 días de vida. Construyó una memoria sobre aquel día a través de su familia y un abuelo que lo contuvo. El autor de los disparos nunca fue a la cárcel.

Cristian Legendre murió el 19 de diciembre del 2001, tenía 19 años y lo mató el comerciante Miguel Angel Lentini. Esa tarde, el joven salió de la peluquería en el barrio Petrachi, Merlo, y se quedó mirando frente al supermercado Stefi, donde entregaban bolsas de comida. Estaba parado y llevaba su bicicleta al costado. Lentini, padre de la dueña del negocio, llegó con un arma en la mano y caminó entre la gente. Cristián le advirtió que tenga cuidado, que había chicos, y Lentini le disparó: dos balazos en el pecho y tres en la espalda. Murió en el acto. Su madre Nora y sus hermanos y hermana vieron todo. Estaban a pocos metros porque eran vecinos del lugar y se acercaron a mirar.
Gabriel no supo lo que pasó con su padre hasta los ocho años, cuando le preguntó a Karina, su madre. “No hablaba mucho de la situación. De chico empecé a preguntar porque veía a los padres de mis primos y mis amigos. No sabía qué había pasado con él, se me dio por preguntar y mi mamá me lo explicó de la mejor manera para que yo lo entendiera. Por suerte lo llevo de una manera tranquila, como diciendo: ‘Bueno pasó esto para que yo pueda ser fuerte en lo que me pase’. Aprendí a vivir con eso. Ahora no lo tomó de manera catastrófica, por ahí en otro momento sí. Mi mamá no me hacía notar esa ausencia y no me preocupaba, pero por momentos veía situaciones de paternidad y me daba intriga”, cuenta a los 20 años.
Karina tenía 19 cuando enviudó, había terminado el secundario poco tiempo atrás. Comenzó a hacer changas en talleres textiles en los que planchaba por hora. El cuidado de Gabriel quedó en manos de Oscar, el abuelo materno. La familia de Cristian también ayudaba, como podía, en las condiciones de vulnerabilidad que imponían esos meses. “Estos 20 años fueron complicados, bastante difíciles. Es parte de una aventura difícil, pero con la ayuda de mi mamá y de mi abuelo, que se hizo cargo de mi crianza, se pudo. También de mi familia paterna”, dice Gabriel.
En la caja también tiene fotos de Oscar, que falleció de Covid 19 el año pasado. Hay días en los que la abre y mira las imágenes: «Lo hago para no olvidarme», dice. Intenta mantener los recuerdos: el de ese hombre al que casi no conoció y el de ese otro hombre que le cocinó, lo bañó, lo llevó al jardín y, después, a la escuela. “Los recuerdos de la infancia que tengo son el fútbol, jugar a la pelota, las fiestas en familia. Pasé más tiempo con mi abuelo que con mi mamá porque ella trabajaba todo el día. Mi abuelo es una persona que me marcó mucho”, cuenta.
En pocos días se cumplen dos décadas del estallido social del 2001 y Gabriel prepara finales. Por las mañanas, estudia las últimas materias del segundo año de la Tecnicatura Superior en Régimen Aduanero y por la tarde trabaja en el buffet de un club de barrio de Merlo. “Es muy loco, caigo en la realidad cuando voy a la casa de mi abuela Nora y ahí veo todo el tiempo qué pasó y cómo fue. Yo voy y estoy con ella. Y ellos lo toman como que se fue alguien, pero vino otra persona”, relata.
“Lo que pasó en esos dos días era inevitable por lo que estaba pasando, pero también evitable porque no tendría que haber pasado. La política y la economía terminaron con muchas vidas. Con la de mi papá y muchas otras. Se pudo haber evitado”, reflexiona.
Lentini estuvo prófugo por cuatro meses y finalmente fue condenado a diez años y ocho meses de prisión. Sin embargo, apeló el falló y nunca cumplió con la pena de prisión. “La justicia se la tiene que hacer uno mismo. Uno viene a la vida a vivir y disfrutar y yo sé que esa persona no estará tranquila porque le quitó la vida a otra. Con eso me alcanza y me sobra”, dice Gabriel.
Dos décadas después del asesinato de Cristian Legendre, su hijo busca mantener viva su memoria: “Más que imagen, me imagino cómo era él por lo que me cuentan: era super sociable, amigable, de muchísimos amigos, de muchos códigos y respeto. Eso es lo que me contaron y lo que yo tengo conmigo”.
“Me hubiese gustado tenerlo, compartir un momento, jugar a la pelota. Cualquier cosa”, desea 20 años después.
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