El gran director mexicano reinventa el clásico de Shelley articulando humanidad, horror y una sórdida belleza. Una propuesta que invita a repensar quién es el verdadero monstruo.

La trama se abre en 1857, en un Ártico desolado donde un barco encallado intenta resistir el hielo. Allí, la tripulación encuentra a un exhausto doctor Víctor Frankenstein (Oscar Isaac), poco antes de que su creación irrumpa con una fuerza brutal, desatando un prólogo de acción y efectos visuales que roza lo operístico.
A partir de esa secuencia inicial, el relato retrocede para reconstruir el camino del joven científico: sus tensiones con su padre Leopold (Charles Dance), la muerte de su madre y la necesidad y el deseo obsesivo de desafiar a la muerte.
Ese impulso lo lleva a convertirse en un médico innovador, alentado —y financiado— por Harlander (Christoph Waltz), un comerciante de armas que ve en sus experimentos una esperanza. Cuando finalmente logra insuflar vida a su criatura, el horror cede lugar a la culpa y a la pregunta moral que sobrevuela toda la obra: ¿quién es el verdadero monstruo, el creador o su creación?
Del Toro transforma el relato de Shelley en un ensayo sobre la condición humana. Más allá del terror gótico, lo que propone es un espejo de las propias ansias del hombre por la trascendencia. La película contrapone la inocencia doliente del ser ensamblado con los cadáveres de otros, frente a la soberbia racional de su creador. En esa tensión late el gran tema del film: la imposibilidad de dominar la vida y asumir su finitud.
Oscar Isaac entrega una interpretación contenida, marcada por la ambigüedad moral de su personaje. A su lado, Felix Kammerer —William, el hermano menor— aporta un contrapunto de humanidad que equilibra la oscuridad del relato. Mia Goth, en el papel de Elizabeth, introduce una sensualidad inquietante que conecta con la criatura más allá del miedo. Si bien su arco narrativo podría haber tenido un mayor desarrollo, funciona como catalizador del drama interior de Frankenstein.
El gran hallazgo actoral recae en Jacob Elordi, quien da vida a la criatura. Su interpretación conmueve por la mezcla de brutalidad y vulnerabilidad: detrás de la aspecto físico emerge una ternura trágica que recuerda al Fauno o al Hombre Anfibio de La forma del agua. Elordi logra que cada mirada, cada gesto torpe, revele una humanidad que su creador ha perdido.
Visualmente, Frankenstein es pura fantasía. La dirección de arte y el vestuario de época refuerzan la estética neogótica característica de Del Toro, mientras la fotografía juega con contrastes de luces y sombras que evocan los grabados románticos del siglo XIX. La banda sonora de Alexandre Desplat, discreta pero envolvente, amplifica el tono melancólico de la obra y acompaña las escenas de tensión con precisión quirúrgica.
Aunque algunos tramos pueden sentirse extensos —el metraje supera las dos horas y media—, la película sostiene su intensidad gracias a un guion que equilibra el drama introspectivo con secuencias de gran espectacularidad. Del Toro evita el terror clásico y apuesta por una tragedia moral que dialoga con su filmografía previa, donde los monstruos encarnan lo más puro del alma humana.
Con más de dos siglos de historia, Frankenstein sigue siendo una fábula sobre los límites de la ciencia y el peso de la creación. En manos de Guillermo del Toro, se convierte además en una meditación visual sobre la soledad, la pérdida y el deseo de redención. No es solo una nueva adaptación: es una elegía sobre lo que significa ser humano en un mundo que castiga cada vez con mayor crueldad a lo diferente.
En esta versión, el monstruo no aterra: conmueve. Y Del Toro, una vez más, recuerda que los verdaderos horrores no nacen en los laboratorios, sino en el corazón de quienes se niegan a ver belleza en lo imperfecto.
Dirección y guion: Guillermo del Toro. Elenco: Oscar Isaac, Jacob Elordi, Christoph Waltz, Mia Goth, Felix Kammerer, Charles Dance, David Bradley, Lars Mikkelsen y Christian Convery.
En cines. Disponible en Netflix a partir del 7 de noviembre.
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