Mirar hacia esos días nos muestra en nuestra mejor versión. En la calle, en nuestra mayor movilización popular. Este que vivimos es otro diciembre, quizá otro país, pero nos queda eso que pasó hace un año
Sólo el paso del tiempo va a dejar de producir ese efecto. Un año después de la final con Francia, el Mundial todavía es un hecho demasiado cercano, un cemento fresco que no se puede tocar. Si la atajada del Pato Fillol a Rob Rensenbrink en 1978 ya no hiela la sangre o los dos goles alemanes en 1986 ya no producen angustia, algún día la tapada de Dibu se verá como una ola que nunca se formó, el pronóstico de un granizo que no cayó.
A pesar de esa especie de temor que parece generado por alguna sustancia psicotrópica, el evento no se puede alterar. Todavía está ahí, acá, entre nosotros, lo que se resume en un mantra dicho en primera persona: somos campeones del mundo.
La felicidad colectiva que se experimentó el 18 de diciembre de 2022 -y que se extendió hasta el 20 con la mayor movilización popular de nuestras vidas- aún busca explicaciones más allá de las razones deportivas. Como si algo hubiera estado guardado durante años para explotar como una bomba racimo. Entonces también te das cuenta de que en el fútbol la diferencia entre la pena y la alegría es un asunto de milímetros, de milésimas de segundos, de un pie que no llegó o que llegó. Lo que digita nuestras emociones son pequeñeces.
En realidad son capas de momentos. Porque a la atajada de Dibu le antecedieron otras situaciones que hicieron del partido un disparador de taquicardias. Las dos veces que empató Mbappé -el 2-2 primero, el 3-3 después- nos puso ante la duda original de todo humano: ¿por qué? Por qué nos pasa esto. Por qué a nosotros, por qué a Messi. Desde el momento en el que se produjo el primer gol francés cada instante estuvo al servicio de la construcción del drama, incluso el transcurso alegre y reivindicatorio -aunque breve- del 3-2 de Messi. Como si no se pudiera ganar como en el primer tiempo, con una lección de fútbol, en paz, sin sobresaltos, sin tener que agarrarte el pecho.
El sufrimiento alimentó a la epopeya. Puso en la dimensión exacta el costo de lo que significaba ganar un Mundial. Era el quinto intento de Messi, lo que contenía una final perdida frente a Alemania en Brasil 2014, y habían pasado más de 36 años desde que la última Copa del Mundo conseguida por la Argentina. Ya había una idea de las dificultades -hasta con una eliminación en primera ronda- pero la final con Francia las concentró en cuarenta minutos y lo que duró la tanda de penales. En ese lapso vimos toda la película con esa escena en la que Dybala entra para reventarle una pelota a Mbappé.
Si algunas imágenes todavía nos generan espanto de lo que pudo no haber sido, otras nos entregan a la nostalgia. Todo nos moviliza, nos pone incrédulos. ¿Esto pasó? Porque fue muy perfecto, casi pensado por un guionista. Digo perfecto pero no por lo simple, perfecto en términos de cómo nos colocó para el festejo. Toda buena montaña rusa tiene que tener los mejores sacudones al final, antes de que el carro se deslice con tranquilidad hasta tierra firme y el juego se termine. Así la adrenalina se mantiene por un tiempo. Es como un pique al final del trote para liberar más endorfinas.
El penal de Montiel, nuestro final feliz del juego, activó la explosión. Todo lo que había pasado antes, cada obstáculo, la posibilidad exacta de una frustración también generó la combustión. Lo que vivimos desde entonces, desde hace un año, escribe Francisco “Negro” Chibán en el libro 18 de diciembre, con ilustraciones de Esteban Serrano, es algo así como un antiduelo. No sabemos, dice, si hay una palabra contraria a duelo, que es el proceso que atravesamos después de una pérdida, pero el antiduelo es este tránsito en el que estamos todo el tiempo dándonos vuelta hacia el Mundial. “No se puede seguir, a esta hora del partido, -dice Chibán- dedicando horas y horas a mirar videos de Instagram del llanto de Scaloni en el abrazo con Paredes o a rastrear una toma que capte el momento justo del pase de Lionel para Molina”.
Mirar hacia esos días nos muestra en nuestra mejor versión. En la calle, abrazándonos, besándonos, amándonos, felices y livianos; en nuestra mayor movilización popular. Sin protocolos, con autogestión y en libertad. Este que vivimos es otro diciembre, quizá otro país, pero nos queda eso que pasó hace un año.
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