Hasta que la tormenta pase

Por: Carlos Ulanovsky

Abrazarnos a lo que más queremos, el reconocimiento fraterno y la solidaridad rebelde, en las buenas y, especialmente, en las malas.

Hace unos días pudo verse al exministro Katopodis, corriendo de un lado al otro en una estación central de trenes, poniendo al tanto a ciudadanos acerca de la importancia de oponerse a la llamada Ley Bases. Mas allá del resultado de la votación en el Senado, vale reconocer que no es la primera vez que a este hombre de la política se lo ve en una de estas movidas, cara a cara, poniendo el cuerpo.

Acciones semejantes, que se registran en las calles y en las redes –pintadas y memes, recolecciones de firmas y TikToks, abrazos a instituciones y camarazos, vigilias y alertas– son reconocidas como micro militancias. El tiempo social que, como el invierno, ya está entre nosotros será el de las micro resistencias. Pero, ojo, ni una ni otra tienen nada de micro. Se trata de gigantescas pateaduras de tablero, dignas maneras posibles de preguntarse, ¿Qué se puede hacer para no quedar encerrado en el lamento, admitiendo que lo peor es todo?

Y, ya se sabe, que cuando es todo, será poco, o nada, lo que queda por hacer.

Hay antecedentes de resistencia entrañables, como el de las asambleas barriales que en el 2001 enfrentaron la crisis con cantos cargados de emoción y lucidez, como «Piquete y cacerola, la lucha es una sola». En este nuevo tiempo tal vez debamos disponer de una nueva «canción desesperada» (así lo diría Discépolo) porque ha pasado el tiempo, el país y el mundo han cambiado y girado hacia direcciones no siempre agradables, y entonces, la cantidad de luchas a enfrentar es mucho mayor. Atentos a las circunstancias, aquel estilo de juntada, que llegó para ponerle el pecho a la emergencia, debe acomodar su formato, convertida ahora en mitines al paso en la cola de la verdulería, en la parada del bondi o en el baño de la fábrica o la oficina.

Una vez más, y van…, el momento que nos toca transitar será de sueños pequeños y en el que cada uno deberá resolver lo que la política económica y social decidió: una verdadera desregulación de la vida personal de cada una. Hay un poema de Alejandro Robino, que circula desde el 2015, llamado «Instrucciones para capear el mal tiempo» que, envidiable virtud de poeta, apenas en un par de versos lo condensa, mucho mejor que este cronista. No les bastará empobrecerlos/y lo querrán someter con su propia tristeza, describe Robino. Quien quiera oir que oiga.

Ya se sabe quiénes ganaron las últimas elecciones y quiénes somos los derrotados, los que hoy seguimos tristes y más pobres que hace seis meses. Pero una cosa es la (lenta) asunción de la derrota y la imprescindible reflexión sobre como llegamos a ella, y otra la sumisión frente al destrato. Hay millones de argentinos a los que no nos importa «tres carajos» la obscena concentración de la riqueza, la regresiva distribución de los ingresos, la provocadora negación de derechos consagrados, la entrega de activos soberanos, la destrucción de pymes e industrias, la irresponsable apertura de importaciones, el atraso salarial, el sistemático ataque a los bienes educativos y culturales, el intencionado desfinanciamiento de lo público o, muy especialmente, el cruel desinterés por los actuales jubilados y los que algún día llegarán a serlo. Nos importa y mucho. Nadie dijo que será fácil mantener a salvo lo que ya se había conquistado. La gran incógnita de la etapa es si podremos descubrir iniciativas novedosas, desobedientes, poéticas, a la manera de Robino, y que tengan la fuerza de un cacerolazo emocional.

Hasta que la palabra hambre no desaparezca del primer hervor de la actualidad (porque, amigos, es inocultable que miles de merenderos comunitarios, comedores populares, escuelas y casas de compatriotas no saben hoy como van a hacer para llenar sus platos) será el tiempo de parar la olla, consiguiendo capital de donde sea y agregándole la necesaria humanidad que tanta falta hace. Pero, a la vez, será el momento de parar la mano, frente a los protocolos que quieren envenenar a cualquier reunión de más de siete personas con el rótulo de delito social. Si, como se prevé, estas metodologías se naturalizan y avanzan uno tendrá que elegir, cuidadosa e inteligentemente, en qué vereda ponerse. Tendremos que quedarnos en la que pega el sol y no en la que pega la policía.

País raro el nuestro en el que cuando más se los necesitaron faltaron repelente y vacunas contra el dengue, pero en donde, para hacer retroceder a los piquetes de la carencia, gas pimienta hubo de sobra, con la idea de ahogar lo que desde el fondo de la historia garantiza la Constitución Nacional: la libertad de reunión, para pedir, para acompañar, para reclamar.

Lo que queda es lo que mejor sabemos hacer desde que éramos chicos, que es lo que podrá acompañarnos y protegernos noblemente.

Abrazarnos a lo que más queremos, el reconocimiento fraterno y la solidaridad rebelde, en las buenas y, especialmente, en las malas, Hasta que esta tormenta pase.

Porque, ¿saben algo?: siempre que llovió paró. «

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