Joda a la alegría

Por: Carlos Ulanovsky

En la Argentina de hoy, la alegría es un bien tan valioso como finito, tan necesario como equívoco, tan escaso como dificultoso de identificar.

En 1785 el alemán Friedrich Schiller, como tributo a la solidaridad y los buenos sentimientos humanos y como celebración de la felicidad de las personas, escribió el poema Oda a la alegría (An dig freude, en el original, alemán). Algunos años después el que se puso loco de contento fue su compatriota Ludwig van Beethoven. “Pero, ¿qué es esta maravilla?”, dijo al leerlo por primera vez. Estimulado por frases del original como “¡Oh, amigos, dejemos esos tonos! / ¡Entonemos otros más alegres!”, compuso el movimiento más entrañable de su célebre Novena Sinfonía. El 7 de mayo pasado se cumplieron 201 años de su estreno y, en distintas versiones –de clásico a pop, instrumentales y cantadas– sigue vigente en todo el planeta, como símbolo de paz y de esperanza por un mundo mejor.

Dos siglos después, la música de la cotidianeidad argentina suena agria, desafinada, sombría. No es para menos. Con el merecido título de Joda a la alegría ya se convirtió en uno de los grandes éxitos de la Sinfónica de las Motosierras. Schiller y Beethoven se reirían de aquello en que se convirtió por estas tierras su poema, magistral y eterno, y el excelso movimiento lírico. Alegría –de esto tratará esta columna-: ¡que pedazo de palabra en los tiempos que corren! Cada día nos persiguen de atrás, hasta alcanzarnos, con sonoros manotazos de desdicha. Lo mejor de la alegría es la posibilidad de tenerla, de contar con ella, de vivirla y gozarla. En la Argentina de hoy, la alegría es un bien tan valioso como finito, tan necesario como equívoco, tan escaso como dificultoso de identificar.

No existen pueblos completamente alegres, pero sí existen sociedades, aún en el desigual mundo que nos toca habitar, con las necesidades básicas más o menos resueltas. También sabemos que en muchos lugares la pasan peor que nosotros. Referirse a la alegría no es, como a veces dicen las redes, las pascuas en los ojos y el sol en el pecho. Para muchos la alegría es estar vivo. Para otros es aceptar las dificultades y limitaciones como algo natural, que nos corresponde. Si hoy el de la alegría fuera un tópico digno de encuesta veríamos que no son pocos para quienes la gran alegría consiste en el levantamiento del cepo y, que lo demás, va y viene.

Y en la ancha avenida de la opinión pública encontraríamos gente –empezando por los santos que Discépolo llevó al cielo en Cambalache: “…da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”– en que con ese pasamanos económico no gana ni para sustos y que con el correr del tiempo fueron perdiendo una alegría detrás de otra. La realidad, todo lo que pasa y en especial lo que no pasa, pone en aprietos a la posibilidad de la alegría. Negarlo implica una imperdonable alevosía o un desplante típico de negadores (que, ojo, no es lo mismo que ser negacionistas).

Así están las cosas. A un científico, un docente universitario, un médico o residente precarizado del Garrahan o integrante de cualquier escalafón en la industria del cine no le encontrarán una gota de alegría en sangre.  El trabajador de cualquier especialidad al que la autoridad laboral procura aplastar con paritarias al 1% o el empleado del rubro que sea y que ve cómo el pescado queda sin vender día tras día, serán portadores, inevitablemente, de una alegría de muy baja intensidad.

Para jubiladas y jubilados la alegría consistirá en que, por una vez, no los golpeen ni los condimenten con gas pimienta y para todo militante la alegría significativa será que le permitan el derecho constitucional a la protesta y que no lo cerquen con protocolos y violencia. Y para cualquier ciudadano que todavía se gana el pan con el sudor de su frente y mantenga la ambición de una vida digna no habrá alegría posible ante tanto recorte y mano metida en el bolsillo o, ahora, en el colchón. Ni hablar del nivel de desolación para el que hace tiempo vive de changas o busca una ocupación inútilmente: ¿con qué cara les reclamamos alegría sin calzarnos el traje de boludos alegres?

Toda manifestación, o siquiera atisbo o insinuación, de populismo, progresismo, feminismo y muchos otros ismos más son recibidas desde el poder con inequívocas molestias, sarpullidos y alergia, que se escribe con las mismas letras de alegría, pero no es lo mismo.

Mario Benedetti (poeta, 1920-2009) nos enseñó en un poema inolvidable a defender la alegría como una trinchera, un principio, una bandera, un destino, una certeza y, especialmente, como un derecho. Lo propio hizo Arturo Jauretche (1901-1974). Cuando muy pocos concebían a lo cultural como batalla pensó en frases que quedaron para siempre y que llevan a pensar que la alegría tendría que ser un derecho humano esencial y un valor a recuperar tan importante como sería hoy elevar el poder adquisitivo. El enorme luchador antizonceras argentinas lo dijo de distintas maneras:

*   «Ignoran que la multitud no odia. Odian las minorías. Conquistar derechos provoca alegrías, mientras que perder privilegios provoca rencor».

*   «Nada grande se puede hacer sin alegría. Nos quieren tristes para que nos sintamos vencidos».

*    «El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente».  «

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  • Ulanovsky, que capo que sos, a los 81 años planteando esto. Y cuánta razón tenían Schiller, Beethoven, Discepolo y Jauretche. Y Carlos Ulanovsky.

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