La cruz

Por: Ricardo Gotta

Es una aventura. La vocación de literato estimula la pulsión de compartir la experiencia, como en estas líneas.

Las rodillas no sólo le impiden trepidar por el césped de plástico detrás de la pelota, en su búsqueda, en la de un derechazo que acabe, aún con dificultosa belleza, en el fondo de los piolines. Los años acentúan los dolores físicos, también los otros. Pero la ambición, el orgullo, el honor íntimo construyeron el empuje necesario para volver a desafiar a sus irreversiblemente desvencijados ligamentos cruzados.

Claramente, el de sus rodillas era sólo uno de los obstáculos y ya al regreso de la travesía, sabría hasta qué punto insalvable. Esos temores, la pandemia, la guita, crisis de toda índole, la vida misma, postergaron una aventura que exige esfuerzo primordial para su osamenta achacosa pero una recompensa de incomparable dulzor en el alma.

Pasó por la ruta aledaña, una y otra vez, una y otra vez, en esos años, camino a su refugio de La Paloma. O de regreso. Alguna vez arrojó un lagrimón nostálgico. El cerro Pan de Azúcar tiene ese mamotreto de hierro y cemento en forma de cruz, de 35 metros de alto, en una cima a la que se accede trepando el cerro de casi 400 metros de alto. ¿A su edad? Desde abajo, la cruz asemeja un mínimo colgante religioso. Pero para el tipo no se trata de la simbología dogmática de un credo. La mística es interior, corre por las venas, empuja lealtades íntimas, satisface pulsiones vitales que regocijan, que enorgullecen: se desvive por legarlas en una frase, en una palabra, en un gesto, en una actitud. Cada uno elige la contienda de vida que le da el cuero.

Ni las resbaladizas piedras, ni el agotamiento, ni el dolor fueron un muro. Menos aún los consejos medrosos. No es simplemente adrenalina: el cosquilleo nace en la esencia, en el corazón, en la razón del sentimiento. En ese espacio que separa lo que para uno es imprescindible y para los demás una futilidad descartable.

La vocación de literato estimula la pulsión de compartir la experiencia, como en estas líneas, aun cuando ciertas percepciones recónditas resulten intransferibles por preferencia y por elección.

Así, el sol limpio y potente proporcionaba compañía y un vigor extra. También sudor y un bronceado poco plausible. Así, deambuló esas dos horas de ascenso, sin urgencias ni dilemas. Eligiendo una introspección nada melancólica: se alejó de la compañía circunstancial de otros aventureros vecinos, eligió la soledad, sólo para que nada ni nadie le restara el menor disfrute particular de cada piedra, de cada esfuerzo, de cada músculo que se retoba, de cada espalda que atrona, de cada rama que se incrusta en la piel, de cada rayo que cuece la epidermis.

Los últimos tramos tuvieron el condicionante extra de una sensibilidad cercana a la garganta que no era ni más ni menos que emoción que no se traga, la alegría que no se digiere, sino caminando por sobre los últimos pastos que cierran el recorrido único, personal, aunque sean pisados por cientos, día a día.

Así, llegó y volvió a subir las escaleras de cemento oxidado: un sacacorchos que lo eleva por las entrañas del eje vertical de la cruz. Las ventanucas alimentan cierto vértigo y el incentivo que la meta está a una decena de escalones.

Así, volvió a deambular exhausto por los brazos de cemento de la mole. Todavía no se puso a llorar, a pesar de la sensación mágica que supera incluso la maravillosa vista de un horizonte de por sí bello, aún más cuando se lo percibe desde las alturas.

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Se asomó por una de las aberturas, como solía hacer, para absorber un aire tan puro como se pueda imaginar. Con la imagen de Piriápolis, empequeñecida en el horizonte más cercano y con Punta del Este aún más diminuta en el fondo, casi deglutida con el mar rabiosamente verde azulado que se pierde en el infinito de un sol rabiosamente celeste azulado.

Allá abajo, una pareja joven transita el final del recorrido. Ella luce una camiseta dibujada con la mano abierta en dos poderosos dedos en V. Su cumpa tenía otra con el bombo y la jeta del General en el parche. Tuvo el designio fugaz de ir a abrazarlos, de decirles que aún en esa paz que no es la de los cementerios, había lugar para recordar que jamás perdamos la necesidad de la memoria, la búsqueda de la verdad, la ilusión por la justicia. La social y toda la otra. A pesar de los tiempos lacerantes, de los mequetrefes ridículos, no sólo el actual presidente, que se ponen la ropa de los que mandan pero no son más que una vergonzante caricatura manejada por los dueños de la guita y el poder. Recordarles que nos encontramos ante la cruz, el tormento, el castigo de una fase destructiva inusitada, pero que también, aunque la historia marca que los poderosos suelen dominar, en el camino hay fallas, hay piedras, hay décadas ganadas.  

Que la existencia no es una peli que dirigen otros. No es un sueño. Que si apenas nos quedamos sentados sobre una calabaza, la realidad concreta (un concepto que no sólo fue utilizado por Marx), nos abarcará como una lava que desborda del volcán. Que en ese fuego están los que no soportan más, los que no tienen un mango, los que sobreviven a duras penas o con algo más de alivio. Revolca’os en un merengue, en un mismo lodo todos manosea’os, diría Discepolín.

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En eso bajó la mirada y se vio a sí mismo. Se percibió su propia sonrisa a pesar del lapsus agrio de la reflexión interna sobre las penurias que se viven del otro lado de ese charco que ahora parece domado por el sol.

Bajó la mirada y volvió a notar que se había puesto la remera que en el pecho tiene impresa la carita de recién nacido de Manu, su primer nieto, el que ahora va por los ocho. También por él llegó a esa cima, caminó cada obstáculo como si fuera un elegante llano, se sumergió en ese desafío tan personal e íntimo, una nueva vez, una vez que será inolvidable. Es que, además, ahora en el resuello del descanso, apoyado en la roca, con la espalda contra la cruz, en sus auriculares resuena la música que ya concibe ese pibe que crece inventando melodías e insuflando ilusiones. La de su abuelo, entre otras pero única, singular, inimitable, es la de, más temprano que nunca, desandar a dúo por esa ladera sur para llegar juntos a la cruz. Para volver a reír a la par y volver a abrazarse.

Será la próxima.

En esta ocasión el tipo venció a sus rodillas y a todo lo demás. Antes de un descenso con sus complicaciones particulares, se acercó a una gran roca redonda, que invita al absurdo intento de empujarla para que se caiga por la ladera. Se apoyó en ella, de cara al sol, y se permitió el para nada absurdo momento de llorar con libertad plena y con la sonrisa más maravillosa que tuvo a disposición. El mundo no se ciñe a sus articulaciones. «

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