
En cuanto a China, esta semana el antiguo jefe de la diplomacia estadounidense Henry Kissinger le dijo a The Economist que Biden y su equipo la estaban “estudiando”. Parece ser un modo perspicaz de analizar lo que está sucediendo: un round inicial en el que los contrincantes maximizan sus amenazas para escudriñarse mutuamente sin hacerse daño. Las palabras de orden quedaron claras en la primera cumbre diplomática entre estos dos países, el 18 y 19 de marzo en Anchorage, Alaska: Washington denuncia el autoritarismo chino y Pekín denuncia la injerencia estadounidense. En ninguno de los dos aspectos parece haber terreno para el compromiso: ni Xi Jinping está dispuesto a cambiar su política doméstica respecto de Hong Kong y Xinjiang, ni Biden va a resignar el tema de la democracia y los derechos humanos como signo de ruptura con el enfoque de política exterior de su predecesor Donald Trump. EE.UU. no piensa tampoco (y esto es obviamente más crucial) dejar de proyectar poder naval sobre el Mar de la China Meridional para proteger a Taiwan, ni a aflojar su alianza militar con Japón y Corea del Sur. Mucho menos piensa ninguna de las partes en disminuir la marcha en la carrera por el predominio en materia de ciberseguridad.
¿Quiere esto decir que vamos hacia un conflicto inminente? Nada indica que esto sea así: no sólo las armas no se están moviendo con la premura de la retórica, sino que la estrecha interdependencia económica entre EE.UU. y China está allí para jugar un papel morigerador estructural. De guerra, ni una fría, por el momento.
Mientras tanto, todos los países del mundo intensifican sus relaciones económicas con China. El alineamiento de flujos comerciales y de inversión con el despliegue de la influencia política tiende a ser total. EE.UU. por su parte, quiere mantener su propia influencia en países a los cuales las grandes corporaciones transnacionales de origen estadounidense le niegan cada vez más sus flujos de inversión. ¿Y entonces? Todos los países deben esperar notificaciones cada vez más insistentes de que se avecina el momento de elegir bandos.
Rusia asiste a la dinámica sino-estadounidense sin mucha capacidad de incidir, pero está decidida a restablecer esferas de influencia allí donde EE.UU. haya fallado o donde las relaciones de EE.UU. con sus aliados muestren fatiga. Siria, Libia y Turquía son ejemplos notables, pero la opción alemana por el suministro seguro de gas ruso a través del gasoducto Nord Stream, apoyado en el lecho del Mar Báltico, es otra muestra de lo fructífero que le está resultando su oportunismo a Vladimir Putin. Desde la anexión de Crimea, en 2014, Washington y Moscú no han encontrado acuerdos serios. La presidencia de Trump osciló entre la simpatía personal que éste se demostró mutuamente con Putin y el abandono de acuerdos bilaterales que hacían más previsible y pacífica la relación bilateral: el Tratado INF sobre misiles de rango corto y medio y el Tratado de Cielos Abiertos. Está claro que Biden ha revertido completamente el trato a nivel presidencial, pero está poco claro por el momento si buscará reconstruir los compromisos estratégicos caducados.
Si (como se dice) a Zhou Enlai 160 años le parecían un tiempo insuficiente para emitir un juicio sobre la Revolución Francesa, bien haríamos en evaluar con mucha prudencia el ruido de estas 13 semanas de gobierno de Biden antes de contar las nueces.
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