El carnavalesco anuncio del ministro Luis Petri sobre el deseo del gobierno argentino de adherir a la estructura militar de las naciones guerreras del Atlántico Norte.

En este mundo tan injusto y cruel nada sorprende, pero lo que sí llama la atención es que en el plano local ni los opinadores habituales hayan movido su dedo acusador, más que nada para señalar la gravedad que conllevaría una hipotética integración de cualquier tipo a la OTAN. Habría que ir desbrozando el terreno recordando, de todas maneras, que la alianza militar regenteada por Estados Unidos es un club reservado por estatuto a los países del Atlántico Norte, tal como su nombre lo proclama. En los últimos años se han plegado en carácter de «socio global extra zona» Afganistán, Australia, Nueva Zelanda, Irak, Japón, Corea del Sur, Mongolia, Pakistán y Colombia, el único país de América Latina. Todos fueron convocados por Estados Unidos, ninguno llegó por voluntad propia. Y habría que recordar, también, que la membresía implica el compromiso de solidaridad plena entre las artes. Por ejemplo, para masacrar a los pueblos de Irak, los Balcanes y, ahora, de Ucrania.
Desde la firma del Tratado de Tlatelolco (1969) América Latina asumió, y lo ha cumplido, el compromiso de ser una de las áreas desnuclearizadas del planeta, una zona libre de armas nucleares. Ha sido su mayor aporte a la precaria paz del mundo. No obstante, las mayores metrópolis coloniales –Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia– son tres de las principales potencias atómicas, que cuando les concedieron una pseudo independencia a sus antiguas colonias se reservaron la defensa para sí. Así es el caso británico en las Malvinas y las islas del Caribe, y el de Francia en Guayana, Guadalupe y Martinica. Estados Unidos, por su parte, tiene el territorio americano sembrado de bases terrestres, navales y aéreas. Las tres potencias, con Estados Unidos a la cabeza, son los tres puntales de la OTAN.
Hacia allí se dirige el gobierno argentino, obviando, olvidando o con espíritu de sumisión, cuando ruega que se le permita ser parte de esa formidable máquina de matar propia del Atlántico Norte que, con armas y acciones de inteligencia entregadas a Gran Bretaña, fue clave en las fulminantes acciones que regaron el suelo de las Malvinas con la sangre de jóvenes argentinos.
Quiere compartir la mesa, o servirla, con su verdugo y el aparato que le facilitó la matanza de la cual el hundimiento del crucero General Belgrano es un símbolo que debería obligar a los habituales opinadores a meterse de lleno en una campaña por la dignidad.
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