Las cosas que quedaron en la nieve: un adelanto del libro inédito de Ana Jusid

Primer capítulo del texto de la autora, fallecida en 2022, en el que narra las vivencias que tuvo cuando estudió en Moscú, en plena Guerra Fría, a mediados de la década de 1960.

En 1965 habíamos partido hacia Rusia. Íbamos al paraíso, no sé si todos, pero un grupo grande de nosotros viajábamos convencidos de que había un lugar en la tierra donde el ser humano había construido la felicidad. Para algunos nuestro traslado era motivo de envidia; para otros era tan dificultoso alejarse a miles de kilómetros de distancia y aprender un idioma como el ruso que se sintieron felices por ser solo acompañantes en el aeropuerto de Ezeiza.

Yo, como buena pajuerana de clase media pobre y porteña, nunca había viajado en avión.

Con una maleta llena de ropa, unas cuantas poesías y una terrible sensación abandonante subí a un avión de Air France sin soltar una lágrima. No soportaba las despedidas: yo quería que todos estuvieran estáticos, esbozando una sonrisa, saludándome con la mano y diciéndome “¡chau!”.

No aguanté abrazos, ni largas frases de amor, ni fotos, ni promesas de cartas, ni que me preguntaran por qué me iba tan lejos o qué estaba buscando, ni que dijeran “¡qué suerte que tenés!”, “vas a conocer Europa, ¡qué bárbaro!”.

La imagen que recuerdo es la de treinta o cuarenta personas que parecían un equipo de fútbol armadito, cada uno en su lugar, como si hubiesen obedecido mi deseo de despedirnos diciendo solo “chau” agitando una mano pues las dos me hubiesen conmovido demasiado. En el avión quería abrir las ventanillas y volver. Sentía que nunca debía haberme ido.

Yo tenía una fuerte claustrofobia y temía no poder soportar el encierro sin abrir las ventanillas para que entrara el aire; pero el avión resultó ser una especie de primer mundo perfecto, con azafatas francesas que atendían con una desacostumbrada, para nosotros, amabilidad.

Guardé todos los sobrecitos en los cuales venía la sal, la pimienta, las servilletas con perfume y toda suerte de pequeñeces.

Un fuerte dolor de oídos, por la diferencia de presión, me condujo a un interminable llanto hasta que aterrizamos en Río de Janeiro, donde la presencia del Pan de Azúcar y el mar me obligaron a posar la mirada en otro espectáculo, distinto a la fotografía de Buenos Aires y mis seres queridos que había quedado en mi cabeza.

Llegamos al aeropuerto Orly y desde allí fuimos a un hotel en París. Las ventanas sin persianas y la oscuridad producida por pesados cortinados de terciopelo llamó nuestra atención provinciana. Lo mismo nos sucedió después, a la hora de la cena: yo creí que una mantequillera color crema, ubicada en el centro de la mesa, era un huevo de avestruz partido por la mitad.

Foto: Ana Jusid

Más tarde vino el consabido raid nocturno por París y en mi caso la compra de un champú, no porque imaginara que no podía conseguir en Moscú, sino por necesidad y fundamentalmente por novelería. Al día siguiente partimos desde el aeropuerto de Le Burgues en un avión de Aeroflot. Durante una pequeña escala en Copenhage compré un jabón con forma de pelotita de golf que conservé conmigo durante muchos años, aun después de la pérdida de su perfume y del amarillentamiento del papel celofán que lo envolvía, y lo mismo hice con el frasco de champú.

La atención de Aeroflot tenía sabor campesino. Se decía que a los europeos occidentales les gustaba que se sirviera de ese modo: saleros y pimenteros de vidrio, platos de loza, pollo hervido y aparte el caldo, vino sin restricción en copas de cristal y ensaladas frescas.

Nosotros extrañábamos la ensalada de camarones y el lomo con salsa que venía en bandejas ya listas e individuales, en vajilla de plástico o papel de aluminio.

Llegamos al aeropuerto de Sheremetievo pasadas las doce de la noche un día de agosto de 1965.

Después de un recorrido de una hora, por carreteras donde no se veía nada alrededor, divisamos las luces de la residencia estudiantil de la Universidad Patricio Lumumba. Lucecitas perdidas bajo un cielo negro, distinto al del sur, donde la presencia de tantas estrellas produce ganas de estirar las manos para alcanzarlas.

Susana y yo fuimos enviadas a la habitación quinientos dos del bloque número seis, que era para las mujeres. Como nos habían dicho que alguien estaba durmiendo nos movimos con precaución y, ya acostumbradas a la ausencia de luz que no quisimos encender, distinguimos una cortina de horrendas flores grandes que colgaba desprolijamente del marco superior de una ventana de vidrios dobles. Acomodamos nuestros bultos como pudimos y nos acostamos en dos camas vacías, después de hacerlas con sábanas que nos habían entregado al ingresar.

Creo que fue la primera o una de las primeras noches en toda mi vida que no sentí culpa antes de dormir por el sermón maternal que me hacía responsable por los niños que en algún sitio, cerca de mi casa de la infancia, mientras yo estaba abrigada, se morían de hambre o de frío. Estaba segura de que en ese país eso no sucedía.

La claridad de la mañana entró a través de la ventana. Susana pegó un grito: una cabeza estaba apoyada en la tercera cama. Entre las legañas del amanecer dije:

–¿No ves que ahí hay alguien peinando una peluca?

Era una estudiante africana que, aparte de peinar su cabellera sobre la cama, calentaba en un anafe eléctrico un cepillo de hierro con el cual estiraría más tarde sus propios rulos.

Los días subsiguientes transcurrieron entre revisaciones en la clínica de la Universidad, que años después yo terminaría amando, y paseos por Moscú más algunas bromas de los argentinos “viejos”.

Susana no soportó las largas horas de espera frente a los consultorios médicos y durante esos primeros días, al igual que uno de los chiquitos en la película La guerra de los botones, me decía: “Si sabía, no venía”. Se sintió mejor el día que fuimos a pasear a la Plaza Roja y nos dedicamos a deambular por las iglesias y a recorrer la catedral de Pokrovsky.

Una de las tantas bromas, no por grotesca menos buena, la recuerdo hasta el día de hoy. No sabíamos nada de ruso; los “viejos” nos enseñaron algunas palabras que respondían a la pregunta sobre nuestra procedencia, que invariablemente hacían los moscovitas al escucharnos hablar en el metro, en la calle, en los bares o donde fuese.

Nos dijeron que, por algún motivo histórico, los rusos querían mucho a la provincia de Jujuy. A partir de eso cada vez que nos preguntaban de dónde éramos nosotros contestábamos:

–Iz Jujuya (de Jujuy).

Los rusos sonreían o nos miraban con rostros pícaros.

–¿De dónde?

–¡Iz Jujuya!

Veinte o 30 días después nos enteramos que “jui” (en ruso) es la palabra para denominar al órgano sexual masculino. Las sonrisas recibidas nunca nos llevaron a pensar nada raro. Al contrario, estábamos seguros de complacerlos y de que esa era la causa de su beneplácito.

Al poco tiempo logramos que la africana se cambiara de habitación. Ella también lo deseaba porque poco tenían que ver el mate –que yo nunca había tomado en Buenos Aires–, los tangos, la zamba, la chacarera y nuestras conversaciones hasta el amanecer con sus costumbres. No recuerdo si era de Nigeria o de Uganda pero, en todo caso, a los pocos días de estar mucho no nos interesaba, preocupadas como estábamos por ver cómo acomodábamos la habitación e ingeniábamos unas cortinas más elegantes, colgábamos cuadros, ubicábamos libros, etcétera.

Gloria, una argentina de la provincia de Buenos Aires, vino a vivir con nosotras. Teníamos garantizado nuestro gueto y la posibilidad de charlar tranquilas.  «

Presentación

El libro Las cosas que quedaron en la nieve se presentará el viernes 1 de agosto, a las 19:30, en la librería Caras y Caretas, Junín 365, CABA. Hablarán Julia Bowland, Cecilia Fumagalli, Demián Verduga y Giuliana Zocco.

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