La obra de Anahí Berneri, basada en cuentos de Alejandra Kamiya, retrata con sensibilidad y humor vínculos conflictivos. Una hija narra y reconstruye los fragmentos de una historia que se desarma mientras intenta sostenerla.

En este mundo ficcional construido por Andrés Gallina y Javier Berdichesky, a partir de los cuentos de la escritora Alejandra Kamiya, la pérdida se manifiesta contradictoriamente en forma de presencia. Lo que ya no está se adhiere a los objetos, a los modos de ser, a las decisiones, a los cuerpos, las palabras, los tiempos, los lugares y los movimientos de los protagonistas. Lo que fue todavía se asoma de a ratos.
La familia que conforman Madre, Padre e Hija —ninguno de ellos lleva nombre sino que representan solamente roles— está atravesada por la pérdida de un segundo hijo, que han dejado de nombrar y no aparece en la escena. La muerte se los arrancó cuando era muy pequeño. En el cubo que forma parte de una geométrica y móvil escenografía, sin embargo, todavía se ven cuatro lugares, cuatro platos, cuatro cubiertos. Todo es de madera, como si fueran prolongaciones de la profesión de Padre —Enrique Amido—, el ebanista que construye y destruye. “La corteza hace tiempo que no está en el árbol, pero igual va a existir por siempre”, dice. También estos objetos durante la obra caen al suelo, se rompen, se pierden o se vuelven otra cosa: ataúdes, escaleras, otras casas. La familia que fueron ya no existe tampoco. Madre y Padre se separan. El lenguaje de la pérdida es en esta pieza teatral el lenguaje del cambio, la transformación, el juego de antónimos y contradicciones que se escucha permanentemente en los diálogos de Lo que se pierde se tiene para siempre. Uno vive a ocho cuadras del otro. “Están separados pero juntos”, dice Hija. “Las mismas cosas desde extremos opuestos”.
Tres compartimientos grandes, también de madera, señalan los espacios de los que entran salen y permanecen cada uno de los actores. A la izquierda, la casa de Madre, el personaje de Marita Ballesteros, con sus ordenados cajones pequeños y una mesa donde dobla, arregla e intenta ordenar su presente. Madre pierde de a poco su memoria. Parece irse al ritmo de los tiempos que impone el duelo por su hijo. Los cajones de la escenografía —tal como los concebían Salvador Dalí y Bachelard— lo simbolizan. Es donde están guardados, clasificados los recuerdos, los pensamientos. El inconsciente como un gran fichero de cajoncitos. En el rostro de esta increíble actriz, por momentos asustada, perdida, graciosa, va teniendo lugar la vejez.
A la derecha la casa y el taller de Padre. En el medio el lugar que espera ser habitado por Hija. Para ella no son dos casas, es una. Entre una y otra va y viene el personaje que encarna Sofía Gala. En esa distancia salta, llora, juega. De niña, de adolescente y de adulta este vaivén se repite. Queda atrapada en él. El vestuario de niña sin embargo lo tiene para siempre.
Hija queda en medio de las dos casas. Para ella es sólo una casa dividida. Es quien recoge los retazos de esta memoria familiar, la que narra al público cómo fueron las cosas y cómo son ahora. En su relato el presente dialoga con el pasado. Los tiempos se pisan, se confunden. También narran fragmentos de esta historia las voces de sus progenitores, y también de Teresa —el personaje de Camila Marino Alfonsín que sí tiene un nombre por ser ajena a la familia — que cuida a Madre, escucha y ayuda a Hija, como si fuera un lector y oyente atento. Su palabra es un disparador al que se aferran las voces de Madre y Padre. Su ritmo es rápido, irónico, infantil. Cuenta a sus padres tal como los suelen contar los hijos: desde la lejanía, la incomprensión y la superioridad de alguien que ha visto todo y busca hacer las cosas diferentes. También es este personaje sobre el que pesan los estereotipos femeninos de madre, esposa, buena hija, la hija de padres separados. Hija pendula entra formar una familia y no hacerlo, entre lograr mudarse sola y volver a casa de sus padres, entre casarse y no hacerlo.
La misión de Hija, y de todos los hijos en la vida, es la de armar lo desarmado: unir las partes. Narrar es un poco eso. Al final de la obra, lo que estaba separado, vuelve a unirse. Lo que se pierde se tiene para siempre pone en escena la paradoja de que pese a que todo cambia, muta, se vuelve otra cosa. Hay algo en los vínculos que permanece para siempre, que elige quedarse sobre irse. Los pedazos de esta historia familiar vuelven a unirse, los recuerdos desordenados se juntan en un mismo relato gracias a la voz de Hija. Como en un rompecabezas, “¿Por qué lo que tiene que estar junto está separado?”.
Con Enrique Amido, Marita Ballesteros, Sofía Gala Castiglione y Camila Marino Alfonsín, dirigidos por Anahí Berneri. Jueves y viernes a las 20 en Dumont 4040, Santos Dumont 4040 (CABA).
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