¿Hay argentinos dispuestos a convalidar que la “justicia” flexibilice -por decirlo suave- el estado derecho por revanchismo, odio o conveniencia política?
El #GloriaGate, que en un principio despertó expectativas de ser un esperado y necesario “mani pulite” de la corrupción, pronto fue tomando rasgos de los clásicos bochornos tribunalicios argentinos: “forum shopping” para eludir el sorteo del juez natural, desaparición de los mentados cuadernos que le dieron origen a la causa, reparto arbitrario de “sortijas” que determinan prisión o libertad, detención selectiva de empresarios y filtración quirúrgica de delaciones que, sin pruebas documentales a la vista, van forjando un relato a medida del consumidor anti K.
Las últimos indicios de manipulación judicial se pudieron apreciar con nitidez durante los allanamientos a los domicilios de CFK. En Río Gallegos, la policía seleccionó a militantes de Cambiemos como testigos de la inspección. En Buenos Aires, el juez echó de la propiedad al abogado defensor, Carlos Beraldi, cuyo derecho a asistir al registro está contemplado en al menos dos artículos del Código Procesal Penal (220 y 228). En el juzgado de Bonadio, sin embargo, las normas suelen interpretarse a gusto y necesidad.
Otro ejemplo: el show de “confesiones” y “delaciones” que entretiene a la audiencia se alimenta de atropellos procesales alarmantes. El abogado Mariano Cúneo Libarona dijo ayer que su defendido, el empresario Sergio Taselli, luego de ser detenido de manera arbitraria por una “confusión” de identidad, fue invitado por el juzgado a delatar “a alguien” para recuperar su libertad. No fue el primero ni el único. La semana pasada, un empresario imputado que permanece preso desde hace 20 días recibió de su abogado una proposición similar: le sugirió que “confesara” haber pagado coimas para obtener su libertad. “¿Por qué tengo que confesar algo que no hice?” respondió el ejecutivo. La respuesta de su abogado fue tan pragmática como brutal: “Tirale el nombre de algún funcionario ¿No ves que los que confiesan se van a su casa?”.
La respuesta fue de un pragmatismo espeluznante, pero los hechos le dan la razón. A contramano de lo que sugiere el principio de inocencia, Stornelli y Bonadio mantienen en prisión a quienes se declaran inocente y otorgan excarcelaciones express a quienes se digan partícipes de algún acto de corrupción.
La herramienta legal que usan para distribuir las “sortijas” de las liberaciones (Stornelli dixit) es la Ley del Arrepentido, que en 2016 incorporó la posibilidad de ser aplicada en delitos de corrupción. En esa reforma se estableció que los “arrepentidos” deben implicar a personas por encima de su escala jerárquica y presentar pruebas de lo que dicen. Si la fiscalía considera que esos requisitos están dados, dice la ley, presenta el acuerdo al juez, que lo homologa. El “arrepentido”, entonces, pasa a ser “imputado colaborador”. O sea que no zafa del juicio, pero acuerdan con sus acusadores algo que es mucho más importante aún: transcurrir el proceso -que en la Argentina tienen una demora promedio de 15 años- en libertad. Y en este país, se sabe, eso es una eternidad donde cualquier cosa puede pasar.
El secreto de sumario impide saber si en efecto los empresarios y ex funcionarios que obtuvieron beneficios por sus “confesiones” aportaron pruebas de lo que admitieron hacer. Pero las declaraciones circulan por whatsapp, acumulan kilómetros de textos escritos en diarios y portales, y alimentan los títulos que a diario mantienen el #GloriaGate al tope de la agenda de los noticieros y programas periodísticos de tevé.
¿Hay argentinos dispuestos a convalidar que la “justicia” flexibilice -por decirlo suave- el estado derecho por revanchismo, odio o conveniencia política?
Es evidente que sí. Y eso tampoco es una novedad. Esta es la misma Argentina que le inventó cargos penales a Dorrego, Yrigoyen, Perón y a Alfonsín, entre muchos otros.
¿Eso significa que Cristina y sus funcionarios son inocentes? ¿Que el kirchnerismo estuvo exento de corrupción?
Obvio que no. Existen evidencias de que durante los gobiernos K funcionó un esquema recaudatorio ilegal que financió la política y, también, enriqueció a funcionarios. Negarlo, además de necio, es un error que le da pasto a la judicialización de la política, entierra méritos de gestión, evita el debate profundo sobre modelos distributivos en un país cruzado por la desigualdad y alienta un nuevo brote de “honestismo” gatopardo que le sirve al poder real para disputar sus internas de negocios.
La manipulación de expedientes judiciales para sanear el camino de competidores -comerciales, políticos y hasta geopolíticos-, por cierto, tampoco es novedad.
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