Martín Rejtman, un entretenido cronista del aburrimiento

Por: Pablo Díaz Merenghi

En su último libro, Rejtman registra minuciosamente la vida anodina de diversos hoteles del mundo, desde Tokio hasta Chile. Todos son diferentes y, la vez, todos iguales.

Los hoteles son burocracia sin fin y a la vez fuga. Ese es el territorio —tan prosaico como inquietante— que habita Martín Rejtman en Cuarto sucio, ubicación peligrosa (Ediciones UDP, 2025), un libro que no se deja reducir a un género y que, por eso mismo, se parece a la experiencia real de viajar, pensar y escribir.

Desde hace décadas que Rejtman ha venido anotando su vida en hoteles del mundo: cuartos numerados que cambian de nombre y ciudad pero contienen siempre la misma textura de rutina, desorden y pequeños desastres domésticos. De Tokio a Seúl, de Rotterdam a Múnich, de Camboya a Washington, de Venecia a Santiago de Chile, Chiang Mai, Bali, Bielefeld, Sicilia, Turín, San Francisco, Cachi —las coordenadas geográficas de este periplo son múltiples y fragmentarias— tal como lo fueron C. E. Feiling y el chileno Alberto Fuguet en la célebre residencia de Iowa, uno de los pasajes más entretenidos del libro y también uno de los más humanos.

El orden no es cronológico. La sucesión de anotaciones va y viene como una deriva: empieza en un cuarto de hotel, salta a las llaves magnéticas que no funcionan, retrocede a las lapiceras de los hoteles que Rejtman colecciona como pequeñas reliquias, se detiene en el diálogo incongruente con un recepcionista o en el intento por conseguir comida vegetariana —aunque consume pescado— llevado al paroxismo. El escritor y cineasta examina objetos como llaves, puertas y relojes con la paciencia de un entomólogo y los interroga con el mismo ahínco. En palabras del antropólogo Marc Augé, realiza “antropología de lo cercano”.

En estas páginas abundan los extravíos: pierde anteojos, llaves. Él mismo se extravía en los pasillos. Se confunde con las tarjetas que deberían abrir puertas pero no funcionan. Acumula relatos de extravíos, pérdidas y olvidos como quien colecciona insectos o estampillas. Son relatos que, por momentos, parecen poesía objetivista, minimalista, y en otros momentos humor seco que ilumina el absurdo de la rutina viajera.

Esta atención al tedio convierte a Rejtman en una suerte de cronista del aburrimiento. Algo que, por momentos, corre el riesgo de volverse un poco monótono para el lector. Aquí no hay grandes acontecimientos, arcos dramáticos heroicos ni plot twists: hay habitaciones numeradas, desayunos insípidos, picaduras de insectos, recepcionistas maleducados y esa sensación constante de ser un extranjero paseado por un sistema perfecto e incomprensible donde todo tiene su lugar y todo se vuelve inexplicable. Es, también, una suerte de tratado sobre la otredad y, por supuesto, ante todo el diario de un escritor.

Quizás por esto sea que la literatura que se despliega en estas páginas no es irrelevante. Este registro farragoso parece reconfigurarse a cada paso, en cada vuelo o micro que Rejtman se toma y registra bajo la mirada autoral. Este libro observa al mundo desde la apariencia más anodina para descubrir que allí, justo allí, sucede algo parecido a la experiencia humana.

Lejos de ser mera crónica de viaje, Cuarto sucio, ubicación peligrosa se lee como un elogio del aburrimiento y la desidia, como una exploración del no-lugar al máximo de su intensidad —el no-lugar que Augé describe, donde los espacios de tránsito simultáneamente son todos y ninguno— y como una reflexión sobre qué ocurre cuando la escritura se vuelve la única herramienta para sostenerse en medio del tránsito interminable.

En el libro de Rejtman hay  humor, sí, como en su cine. Pero también una forma de hacer poesía de lo rudimentario: de los números de las habitaciones, las impresoras que no imprimen, los códigos de Wi-Fi inservibles y de los mini-sets de cortesía que nunca alcanzan, como si en cada uno de esos detalles hubiera una frase pendiente, un chiste sin terminar o una herida diminuta que duele más cuanto más la ignoramos.

Hay espacio, también, para reflexiones crudas, como esta que escribe desde la residencia en Iowa: “En internet está la foto del grupo de escritores de la edición anterior del programa y me doy cuenta de que somos exactamente iguales. Nosotros y ellos, extranjeros traídos a Estados Unidos para que paseemos en vans, nos alojemos en dorms, nos lleven de compras a supermercados, nos metan en un sistema de organización estúpido y perfecto a la vez donde todo tiene su lugar”.

La escritura de Martín Rejtman

La escritura de Rejtman, al igual que explica Fabián Casas sobre su cine, funciona a su favor: logra arrancar significado de lo que podría parecer irrelevante y, en esa operación, invita a pensar al huésped devenido en personaje como alguien liviano y, sin embargo, profundamente ligado a los objetos que lo rodean. En lo más profundo de su escritura late una pregunta íntima: ¿qué queda cuando todo lo extraordinario se ha ido y sólo queda el cuarto, limpio o sucio, y uno mismo? ¿Queda el peligro? En un momento, arroja:  “Tengo miedo de morirme de hambre, miedo por el futuro”.

“La experiencia alegre y silenciosa de la niñez es la experiencia del primer viaje, del nacimiento como experiencia primordial de la diferenciación, del reconocimiento de sí como uno mismo y como otro que reiteran las de la marcha como primera práctica del espacio y la del espejo como primera identificación con la imagen de sí. Todo relato vuelve a la niñez”, escribe Augé en su célebre libro Los No lugares. Espacios del anonimato. Algo de eso hay en el carácter lúdico de estos registros. Notas al paso, minucias, derivas que oscilan entre lo incómodo y lo fugaz. Meditaciones y anhelos de un pasajero en tránsito perpetuo.

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