El nuevo libro del escritor noruego, "Los lobos del bosque de la eternidad" (Anagrama), profundiza su huida de la autoficción para ensayar la novela de ideas. Una trama alejada de la agonía del yo y más cerca del destino de toda la humanidad.

Knausgård se hizo casi famoso, ganó sus buenos morlacos y generó tórridas polémicas al prometer la verdad total. Los lectores éramos testigos de cada rencor familiar y de cada tedio cotidiano. Una suerte de brillante epopeya del yo nostálgica de Proust.
Con la publicación de Los lobos del bosque de la eternidad (Anagrama), luego de la primera experiencia con La estrella del mañana (2023), el escritor deja -¿definitivamente?- atrás su terapia de choque pública. Agotado de ser su propio material de estudio, Knausgård da un giro radical, casi dramático, hacia la ficción pura, adentrándose en los pantanos de la metafísica, el existencialismo y el tempo lento de la novela tradicional. Mejor dicho, de la novela monumental, no sólo por sus dimensiones -928 páginas- y dosis desparejas de introspección, exploración filosófica y cotidianidad meticulosamente diseccionada.
Los lobos del bosque de la eternidad enlaza las historias de Syvert Løyning y Alevtina Kotov en un díptico de existencias paralelas donde los secretos familiares se cruzan con los enigmas del cosmos. La primera mitad del libro se sitúa en 1986, en la Noruega rural, donde Syvert, un pibe que termina la colimba, se enfrenta a un presente sin futuro. Trabajos precarios, la enfermedad de su madre y la sombra de un padre fallecido se opacan ante el hallazgo de unas cartas en ruso que le revelan la existencia de una familia oculta en la URSS. En la segunda mitad, Knausgård muda su relato a la Rusia presente, donde Alevtina se debate entre la ciencia y una fascinación por lo místico. Su reencuentro con Syvert, el hermano que nunca conoció, actúa como un espejo donde la herencia y el destino revelan sus simetrías inesperadas. Knausgård explora en su nuevo libro una narrativa que se aventura en terrenos fantásticos con una naturalidad que inquieta.
Si la fuerza de Mi Lucha residía en la obsesión microscópica por la imitación de lo real. La prosa de Knausgård era capaz de detenerse durante una docena de páginas en el simple acto de nadar, lavar platos o la agonía de una discusión familiar para extraer de esa banalidad una verdad universal y dolorosa sobre la condición humana. Batallas sempiterna en la historia del realismo en la literatura. En Los lobos… va más allá. Es novela de amor e ideas sobre la herencia genética y el parentesco, sobre hermanos y almas gemelas, sobre lo temporal, lo eterno y lo poco que nos puede cambiar la vida. Escribe el noruego: «Quizá fuera esta la última primavera de mamá aquí en la tierra. Por primera vez, en un golpe de perspicacia entendí lo que era la muerte. Ella no iba a desaparecer del mundo. El mundo iba a desaparecer de ella». La muerte, la naturaleza y la familia son abordados con una belleza lisérgica. Para Knausgård, la lucha continúa.
Acabo de escuchar el álbum de Status Quo Rockin’ All Over the World. Todavía estoy temblando. Lo ponía todo el tiempo cuando salió. Fue en 1977, y yo tenía once años. No lo había vuelto a oír desde entonces. Hasta ahora, que, sentado aburrido en la oficina, he empezado a recorrer hacia atrás la senda del tiempo, a través de bandas que me recordaban a otras bandas que me recordaban a otras bandas, y ha vuelto a aparecer en la pantalla delante de mí. Solo con ver la carátula he notado un escalofrío. La imagen del planeta Tierra, brillando en el espacio oscuro, con el nombre del grupo en una especie de letras eléctricas, y el título del álbum debajo, con una tipografía típica de ordenador, ¡uau! Pero ha sido al pulsar el play y empezar a escucharlo cuando me he quedado noqueado. Recordaba todas las canciones, era como si las melodías y los riffs escondidos en mi subconsciente emergieran para reconectar con sus orígenes, sus padres, esas viejas canciones de Status Quo a las que pertenecían. Y no solo eso. Con ellas ha llegado además una marea de recuerdos, todos juntos: multitud de sabores, olores, visiones, sucesos, sensaciones, ambientes, de todo. Mis emociones no han podido manejar tal cantidad de información a la vez, todo han sido temblores y vibraciones dentro de mí durante los tres cuartos de hora que dura el álbum.
Lo tenía en cinta –no conocía a nadie que tuviera tocadiscos por aquel entonces aparte de mi hermana, que solo escuchaba jazz y música clásica– y lo ponía todo el tiempo en un radiocasete negro que me habían regalado por Navidad el año anterior. Funcionaba a pilas y me lo llevaba a todas partes. No paraba de cantar las canciones.
You donou me, don hang around
You donou me nomore
¡Qué maravilla volver a escucharla!
¡Y esta otra!
Tutututake us alone men a ment to tain going you where
De du du de du du
Escuchábamos a grupos como Status Quo, Slade, Mud o Gary Glitter; los que eran algo mayores añadían además a Rory Gallagher, Thin Lizzy, Queen y Rainbow. Luego todo dio un vuelco, al menos para mí, porque de repente todo era Sham 69, The Clash, The Police o The Specials a todo volumen. He seguido escuchando todas esas bandas de vez en cuando. No así a Status Quo. Por eso me impactó de ese modo, como una explosión dentro de mí. Y por eso me eché a llorar de repente al escuchar el estribillo:
An ai laik it ai laik it ai laik it ai laik it ai la la laik it la la laik
here we go-o:
rockin all over the world
No es que en ese año del Señor de 1977 sucedieran muchas cosas buenas, al menos no a mí, era más bien la sensación de que algo estaba sucediendo y, sobre todo, de que algo existía.
Que yo existía. Y que estaba allí.
En mi habitación, por ejemplo.
Mmmm, el olor del calefactor eléctrico.
La música del radiocasete.
No muy alta, porque papá estaba en casa, pero lo suficiente para que las sensaciones me invadieran.
La nieve de fuera. Su olor cuando estaba mojada, casi más a lluvia que a nieve.
An ai laik it ai laik it ai laik it ai laik it ai la la laik it la la laik
Hilde abrió la puerta.
–Hay una chica merodeando por ahí fuera. ¿La conoces?
Me acerqué a la ventana del salón. Efectivamente, había una chica paseándose por la calle, al otro lado de la valla. Se paraba y miraba hacia nuestra casa. No podía verme, pero aun así. Luego empezaba de nuevo, desaparecía de mi vista al pasar por detrás de los arbustos y reaparecía, una y otra vez, siguiendo la línea de la valla.
–Entonces ¿la conoces o qué? –preguntó Hilde.
–Sí –contesté–. Es Trude. Va a la otra clase.
–¿Y qué hace aquí?
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