
La pandemia ha servido para mostrar, tanto en Europa como en América, a grupos de ultraderecha que apelan a la emocionalidad para denostar a los gobiernos que no les gustan y que quieren expulsar o sostener en el poder a toda costa. El coronavirus es apenas un pretexto.
El caso es que salen en masa, aun a riesgo de contagiarse o de contagiar, para pedir la extinción, la desaparición, la aniquilación del «otro». Imponen visiones binarias de «buenos» y «malos». Así no hay forma de construcción social posible, el diálogo es inviable. Y la democracia queda dañada.
Cada vez tenemos más ejemplos de líderes que, con sus discursos extremos, habilitan la violencia. A través de sus palabras promueven la discriminación, la xenofobia, la homofobia, el racismo. Ellos hablan y sus seguidores pasan a los hechos. Se sienten envalentonados para empujar, golpear, gritar y agredir al «enemigo». O para ir a escrachar a jueces y a políticos a sus domicilios.
Uno de los mayores ejemplos es de Donald Trump, quien durante su primera campaña reconoció que añoraba «los buenos tiempos» de la segregación racial en Estados Unidos. Sus frecuentes ataques verbales a los latinos, en especial a los mexicanos, provocaron que muchas personas fueran atacadas en las calles tan sólo por ser latinoamericanas. «Paguen el muro», les gritan todavía hoy los fanáticos de Trump.
El caso más extremo ocurrió en agosto de 2019, cuando el supremacista Patrick Wood se dirigió a un Walmart en El Paso, Texas, que, como siempre, estaba colmado de hispanos. Les disparó y asesinó a 22 personas. Es fácil entender por qué desde que Trump comenzó a gobernar las denuncias por ataques de odio en Estados Unidos aumentaron más del 60%.
Más cerca tenemos a Jair Bolsonaro, el presidente de Brasil que sigue gobernando con las armas como símbolo, con sus permanentes discursos contra mujeres, negros, indígenas y la comunidad LGBTIQ. O a Jeanine Áñez, la presidenta de facto de Bolivia que, cuando asumió, borró sus tuits contra las comunidades indígenas. Es la misma que mostró un video de la «fastuosa» Casa del Pueblo donde vivía Evo Morales, que de lujosa no tenía nada. El mensaje real era que un indígena no merecía tener ni una cama.
Dato curioso: Trump, Bolsonaro y Áñez, promotores de la anticiencia, son los presidentes americanos que se contagiaron de coronavirus. Pareciera que la extrema derecha es población de riesgo, pero en más de un sentido.
El caso del izquierdista Andrés Manuel López Obrador en México entraña una paradoja. Él mismo padece las marchas de sectores ultraderechistas, pero a su vez promueve la estigmatización de periodistas en el país más peligroso para la prensa en América Latina, en donde hay cientos de periodistas asesinados, perseguidos, amenazados, torturados, secuestrados, exiliados, censurados.
López Obrador no escatima insultos para los medios críticos u opositores. «Prensa fifi (cheta)», «adversarios», «fantoches», «conservadores», «neoliberales», «sabelotodos», «hampa del periodismo», «hipócritas», los llama. Hasta ha dicho que «en México no hay periodismo profesional ni independiente».
Sus seguidores han popularizado el término «prensa prostituta» para insultar a los periodistas que critiquen al gobierno. Basta que en sus conferencias mañaneras un periodista haga una pregunta incómoda para que de inmediato reciba ataques en las redes sociales. Y, muchas veces, muchos de ellos terminan siendo agredidos en las calles al ser reconocidos por los simpatizantes más radicalizados del presidente.
En Argentina, imposible olvidar aquella vieja y deplorable marcha kirchnerista en la que algunos manifestantes llevaron a niños para que escupieran en las fotos de comunicadores opositores.
O las permanentes agresiones a periodistas en las marchas en las que grupos de ciudadanos se envalentonan y los atacan por trabajar para medios que consideran opositores. En las movilizaciones kirchneristas, mejor que no aparezca el logo de Clarín. En las macristas, el de C5N.
Los políticos oficialistas y opositores tienen el deber de encauzar el debate público. Poco ayudan cuando se insultan, imponen apodos burlones o se mofan de supuestos consumos de líderes antagónicos. O cuando no desacreditan ni condenan los discursos violentos de sus propios militantes.
Las y los periodistas también tenemos responsabilidades. Las ofensas, los gritos encendidos, las militancias no manifiestas, la indignación selectiva contra la clase política y la defensa sectaria de la libertad de expresión solo abonan un clima de hostilidad en el que perdemos todos. Ojalá todavía estemos a tiempo de repararlo.
Seguimos.
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