
El mundo asiste a una masacre televisada. Con más de 52.000 personas asesinadas, miles de niños entre ellas, Israel avanza con su plan de ocupación total en la Franja de Gaza. No se trata de una guerra ni de legítima defensa. Se trata de un genocidio. De un etnicidio planificado contra el pueblo palestino.
El gobierno de Netanyahu ha dado luz verde a la recolonización militar de Gaza. Ya no lo ocultan. Anuncian públicamente que «ocuparán para quedarse», que construirán corredores militares sobre territorios palestinos y que controlarán la distribución de ayuda humanitaria. La población civil está siendo desplazada forzadamente, se bombardean hospitales y campos de refugiados, se impide la entrada de alimentos y medicinas. Estamos ante un crimen de lesa humanidad.
La ONU ha condenado en múltiples ocasiones esta ofensiva desproporcionada, advirtiendo sobre violaciones graves del derecho internacional humanitario. Pero las declaraciones no alcanzan. Occidente, cómplice por omisión y por acción, guarda un silencio atronador o justifica la barbarie bajo el discurso de la «seguridad» israelí.
En particular, el rol de los Estados Unidos ha sido central en esta impunidad. Desde hace décadas, Washington ha blindado diplomáticamente a Israel, vetando resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y financiando con miles de millones de dólares su aparato militar. El gobierno de Donald Trump profundizó esta complicidad al reconocer Jerusalén como capital israelí, avalar los asentamientos ilegales en territorio palestino y dinamitar todo camino hacia una paz justa. Hoy, ese aval se traduce en muerte.
A esto se suma un bloqueo mediático que busca anestesiar la conciencia global. Se censuran imágenes, se invisibilizan testimonios, se criminaliza toda voz que ose denunciar el exterminio. Nos quieren convencer de que hay vidas que importan y otras que no.
Pero el pueblo palestino tiene derecho a existir, a vivir en paz, a autodeterminarse. Tiene derecho a un Estado libre y soberano, como ya ha sido reconocido por más de 140 países y por la Asamblea General de Naciones Unidas. Ninguna ocupación, ningún muro, ningún plan militar puede anular ese derecho preexistente y legítimo.
En este contexto, es necesario reivindicar la voz valiente y solidaria del Papa Francisco. A lo largo de su pontificado denunció el sufrimiento del pueblo palestino, llamó al fin de las hostilidades y exigió el respeto al derecho internacional y a la vida humana, sin distinciones. Su testimonio es hoy faro ético ante tanta indiferencia institucionalizada. «¡Deténganse!», clamó ante las bombas. Lo repitió cuando otros callaban.
Por eso hoy, más que nunca, hacemos un llamado urgente a todas las personas de conciencia. No importa tu fe, tu nacionalidad, tu historia. Esta no es sólo una causa palestina. Es una causa humana. Un clamor por justicia.
Judíos, cristianos, musulmanes, ateos, agnósticos, espirituales: nadie puede mirar para otro lado. El exterminio de un pueblo no puede encontrar cobijo en la indiferencia del mundo.
Defender a Palestina es defender la dignidad humana. Es defender el principio más sagrado del derecho internacional: el derecho de los pueblos a decidir su destino.
Al mismo tiempo, el mundo debe comprometerse con una salida justa y duradera: el reconocimiento pleno y real del derecho a existir de ambos Estados, Palestina e Israel, bajo garantías internacionales de seguridad, soberanía y justicia. Esa es la verdadera tarea que la humanidad y toda la diplomacia internacional deben asumir: no el equilibrio del poder, sino la paz con dignidad.
Callar ante el genocidio es ser cómplice. Hoy, más que nunca, levantar la voz es un deber moral.
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