Papá

Por: Cecilia González

En Crac (Seix Barral), su libro más reciente y, también, el más personal, la voz potente de Josefina Licitra entrelaza una historia –la suya- marcada por la dictadura con reflexiones sobre una de esas familias que, ya lo sabemos, son infelices cada una a su manera.

Un padre ausente. Una hija abandonada. Un tratado de escritura.

En Crac (Seix Barral), su libro más reciente y, también, el más personal, la voz potente de Josefina Licitra entrelaza una historia –la suya- marcada por la dictadura con reflexiones sobre una de esas familias que, ya lo sabemos, son infelices cada una a su manera. Aparece, también, la inevitabilidad de la escritura, el proceso creativo que muchas veces muta en salvavidas. Este parece ser el caso.

«¿Todavía soy una hija?». La pregunta de la autora evidencia el embrollo emocional que padece y que recorre las páginas de un libro que es imposible soltar porque la empatía es inmediata: todos y todas somos hijas de alguien y tenemos a un padre al que recordar, agradecer, reclamar o perdonar. Al que, aun en las mejores circunstancias, intentamos desentrañar. La premisa de Josefina es que su padre, uno de los tantos exiliados que jamás volvió a Argentina, está enojado con una de las crónicas que ella escribió y hace rato le dejó de hablar, pero viene de vacaciones a Buenos Aires y no sabe si podrá verlo, si hay espacio para la reconciliación. Las dudas la abruman: «¿Cuándo empezó a irse mi padre? ¿Él me quería? ¿Mi papá tenía tiempo para quererme? ¿Qué pasó, qué arruiné? ¿Rompimos esto juntos, nos une la capacidad de daño?».

El autocastigo es omnipresente: «No entiendo por qué no puedo mandarlo al carajo», «Voy a esperarlo como una coleccionista de desprecios».

Licitra ejerce derechos y confronta el halo idealista que suele cubrir los 70, la lucha armada, el exilio: «Hay al menos para mí, dos formas de pensar la relación entre el amor y la responsabilidad social. La primera está hecha de preguntas y resentimientos. ¿Por qué mis padres guardaban armas bajo mi cama? ¿Por qué me expusieron a ser robada y criada por una pareja de monstruos?». Bienvenida la incomodidad. «Traer hijos al mundo es moralmente cuestionable», «lo central es que tenemos hijos por vanidad y desesperación», dice antes de asumir su propia maternidad. Bienvenida la contradicción.

«Cuando una causa te roba a una persona, es humano –no siempre certero- sospechar de la causa», reflexiona más tarde ante un saldo emocional que incluye a una niña sin padre en Buenos Aires y a un padre sin su hija en Madrid. Todos perdieron. En las peleas y reconciliaciones con su abuela sobrevuela el miedo a más abandonos. «Si hay algo sólido en mi familia paterna es el silencio», explica. O sea, es una familia normal.

Son varios los pasajes en los que Josefina, la mujer que no está sola (tiene a su madre, a su marido, a su hijo) y espera a su padre, nos interpela: «Allá hay una casa, adentro hay un padre. Afuera hay una hija haciendo lo único que aprendió a hacer: querer a la distancia». ¿Qué estará haciendo el padre? ¿Habrá pensado, por lo menos un segundo, en llamarla, verla? ¿Qué relato construyó de su vida para justificar y sostener el alejamiento con su hija?

Hasta ahí, el dolor por el abandono. Pero el padre de Josefina no es unidimensional. Ninguno lo es. «Leé, leé, leé. Aprendé a identificar los distintos estilos narrativos, te ayudarán a pulir el tuyo», le dice a su hija en una carta cuando todavía quedan resabios de esa relación.

Licitra obedece y se convierte en una de las mejores escritoras de Argentina. Pero, ante la inminencia del silencioso regreso de su padre, ella teme que le haya arrebatado la palabra escrita.

Escribir o no escribir, esa es la cuestión que Licitra intenta dilucidar ante la congoja que incluye un accidente –hola Freud- que le dificulta caminar justo cuando su padre está por volver a Buenos Aires:

«Escribir para hacer justicia», «Escribir manoteando autores como si pidiera ayuda antes de ir a la esquina a agarrarme a trompadas». «Descubrí que la escritura es impune». «No sé pensar sin escribir y no sé escribir sin publicar». «Quiero escribir pero no para hacer daño». «Huir de la escritura como un incendio». «Voy a escribir, a publicar, a vender los derechos, a hacer una película, a levantar la estatuilla y a agradecer a la Academia por permitirme contarle al mundo que mi padre no me quiere más».

La vunerabilidad está a tope. «Bajo esa sensación de rebelión es que ahora escribo. A riesgo de quedar como una señora traumada que todavía le teme a su papá, a riesgo de volverme impúdica, melodramática y poco elegante», dice Josefina. Enseguida pienso en los malditos talleres de literatura en los que intentamos aprender/enseñar a escribir «bien», como si acaso fuera algo posible.

«Escribir no es un trabajo. Para vos, como para otros en los que me incluyo, escribir es respirar», le dice Luis Gusmán. Regresa la calma.

Los días y las páginas pasan mientras deseamos que Josefina vea a su papá. Queremos que él la abrace y le diga que la quiere. Que se reconcilien. Queremos un final feliz.

¿Será mucho pedir?

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