
Los números que esta semana dio a conocer Artículo 19 en su informe anual sobre México son contundentes. En los primeros tres años de la presidencia de López Obrador han sido asesinados 33 periodistas (el período llega a marzo de este año), dos más están desaparecidos y, hasta diciembre de 2021, se tenían documentados 1945 ataques a la prensa.
Para dimensionar las cifras, la organización internacional abocada a la defensa de la libertad de expresión y el derecho a la información recuerda que, en el mismo período del gobierno de Enrique Peña Nieto, hubo 15 asesinatos de periodistas y 1053 agresiones.
O sea que, con López Obrador, los ataques a las y los periodistas se han duplicado. Y por más que el presidente lo niegue a cada rato en sus diarias conferencias de prensa, uno de los principales responsables es el propio Estado.
Por ejemplo, de las 644 agresiones reportadas el año pasado, 274 fueron cometidas por funcionarios municipales, estatales o federales, y por elementos de las Fuerzas Armadas o de Seguridad.
Otras 42 se le atribuyeron al crimen organizado, lo que derriba una vez más la creencia generalizada, sobre todo en el extranjero, de que los trabajadores de prensa mexicanos están en peligro fundamentalmente por las amenazas narco. No es así. De hecho, la mayor parte de los ataques (285) se produjo contra colegas que estaban trabajando en temas de política y corrupción.
En su informe, Artículo 19 sistematiza la información de un país en el que los periodistas pueden ser secuestrados, torturados, amenazados, exiliados o asesinados sin mayores repercusiones porque, pese a que el presidente también lo niega (como buen político, es un negador serial), sigue predominando la impunidad.
También hay impotencia, porque denunciar que México es el país más peligroso para ejercer el periodismo se ha convertido casi en un cliché. Nada mejora. Al contrario. Además de la violencia de una guerra y las amenazas latentes de políticos y de narcos (muchas veces son lo mismo), se registra una cada vez más profunda precarización laboral de empresas de medios que desprotegen casi por completo a sus trabajadores.
A todo ello hay que sumar, también, la estigmatización que estimula un presidente que ha contagiado de su férrea intolerancia a la crítica a gran parte de su Gabinete y a sus simpatizantes más radicalizados. Basta cualquier desacuerdo, cualquier cuestionamiento, cualquier denuncia, para que López Obrador aproveche el poder de sus conferencias de prensa y ataque a periodistas por considerarlos adversarios. Una palabra suya desata inmediatas y peligrosas campañas de odio.
Nada de eso hace falta en un país en el que, desde el año 2000, han sido asesinados por lo menos 153 periodistas. El récord lo tiene Felipe Calderón, ya que durante su sexenio ejecutaron a 48. Con Peña Nieto fue apenas uno menos, 47. Pero, al ritmo que llevan estos crímenes ahora, el de López Obrador puede ser recordado como el gobierno en el que mataron a más trabajadores de prensa. Será un triste y decepcionante saldo.
Ojalá no ocurra, pero la verdad es que es un deseo más voluntarista que anclado en la realidad. Seguimos.
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