La muerte del inolvidable actor pone en primer plano una trayectoria signada por la pasión por su oficio y la consecuencia con sus ideas. A continuación, una repaso por su obra y una reflexión sobre la naturaleza de su arte.

Esta posición la asienta desde su primer protagónico en la pantalla grande: Tute Cabrero (Jusid, 1968). Estrenada nada menos que en mayo de 1968, la ficción daba cuenta en pleno auge del onganiato -y del aparente triunfo del proyecto económico extranjerizante de Krieger Vasena- de la alienación y la deshumanización capitalista a partir de la historia de tres dibujantes -interpretados por Soriano, Brandoni y Gené- que, en el ambiente claustrofóbico de una oficina, eran intimidados por su jefe para que eligieran cuál de ellos debía ser despedido de la empresa.
El ayudante (Mario David, 1971), su siguiente estelar, narra la dulce amistad entre un camionero maduro (Soriano) y un encantador sordomudo veinteañero (Carlos Olivieri) que entra a trabajar en la empresa de transportes “para hacerse hombre”. La tierna relación construida a base de gestos, sonrisas y miradas – una forma de amor que no osa decir su nombre- en el ambiente machirulo de los camionistas es un oasis en el desierto de la vida de ambos y se ve truncada por un hecho ominoso. Probablemente sea una de las películas que merecería estar en el podio de la cultura LGTBIQ+ al dar cuenta de un erotismo sin genitalidad ni identidades cristalizadas.
Siguiendo esta genealogía de posicionarse en el lado bueno de la vida, su siguiente elección fue el consagratorio papel de Schultz, el obrero patagónico anarquista de la inmortal La Patagonia rebelde (Olivera, 1974). Basada en la investigación de Osvaldo Bayer sobre los trágicos fusilamientos de obreros en el campo patagónico a manos del ejército durante 1921-1922, en la película, la violencia del pasado denunciaba la violencia del presente y presagiaba el inminente Estado terrorista.
Si no lo hizo la Triple A, tampoco el golpe de estado de 1976 silenció a Soriano. Primero en teatro y luego en cine, en plena dictadura interpretó a La nona (Olivera, 1979), una centenaria voraz y destructiva. La anciana que terminaba primero pervirtiendo y luego aniquilando a toda su familia fue leída como analogía de la dictadura o como metáfora de esa clase media que estaba siendo destruida -o literalmente desaparecida- por las políticas económicas de Martínez de Hoz. Probablemente, la clave grotesca y tragicómica ideada por Roberto Cossa permitió evadir la censura del momento. Antes había formado parte de una película que nunca pudo ser estrenada comercialmente sobre la rebeldía de los arrendatarios rurales en los hechos de 1912 que pasaron a la historia como Grito de Alcorta. Por eso mismos años, escribió e interpretó en teatro su unipersonal autobiográfico El loro calabrés, una de sus creaciones más populares y que no pueden faltar en este racconto incompleto y a vuelo de pájaro de su obra.
A su vez, Soriano aprovechó la mínima tregua del régimen de Viola, -pero que no iba en desmedro de poner en riesgo su pellejo-, para erigirse en uno de los fundadores de Teatro Abierto, el núcleo cultural de resistencia contra la dictadura que contó, entre otros, con Oscar Viale, Luis Brandoni, Jorge Rivera López y el apoyo de Adolfo Pérez Esquivel y Ernesto Sábato.
Ya en democracia, el gran Pepe interpretó a Lisandro de la Torre en Asesinato en el Senado de la Nación (Jusid, 1984), una película también emblemática de la transición y que, vista en clave retrospectiva, daba cuenta de que las democracias pueden estar siempre viciadas o en riesgo. Soriano ya había interpretado a Lisandro, arquetipo del demócrata, en la obra teatral homónima durante el contexto político adverso de 1974.
Incluso en su exilio español no pudo con su genio de denuncia: interpretó a Franco y a un supuesto doble de Franco en Espérame en el cielo (Mercero, 1988). Hacia el final de la película, el doble de Franco ocupaba el lugar de enterrado en Valle de los Caídos, dando cuenta de que quizás, Franco o el franquismo, como las pestes, no desaparece, ni muere jamás.
En Lugares comunes (Aristarain, 2002) y en El último tren (Arsuaga, 2002) volvió a compartir escenario con Luppi (en la primera) y con Alterio y Luppi (en la segunda) para interpretar historias que hablaban del exilio y de los devastadores efectos de las políticas neoliberales. Una de sus últimas apariciones públicas hace unos meses lo encuentran con Alterio por última vez en ocasión de un homenaje al querido Héctor e hizo un guiño a los amantes del cine al fundirse en un entrañable abrazo con su “fusilador” en La Patagonia rebelde”.
Siempre solidario y comprometido con su tiempo y sus colegas, los últimos años de Soriano lo encontraron presidiendo Sagai, la sociedad que defiende los derechos de propiedad intelectual de los artistas. Situado en las antípodas de uno de sus papeles más icónicos, hubiéramos querido que, como La nona, fuera inmortal. Hoy toca despedirlo y queda la inmortalidad de su arte y el perenne ejemplo de su compromiso ético, estético y político.
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