La actriz recorre salas chicas, plataformas y rodajes sin abandonar la ética de trabajo. Su mirada sobre lo creativo, el humor como una herramienta ineludible y el futuro de la cultural en la Argentina.

Gamboa, que es madre de un niño y una niña de cinco y tres años, ronda los 45 y dice que recién empezó a ganar algo de dinero por su trabajo como actriz a los 30. Antes de eso lo más parecido que tuvo a un ingreso fijo fue trabajando para ServiClub, el programa de puntos de YPF. Quizás eso –y su familia de origen vasco, acostumbrada al sacrificio– la lleve a no parar y a probar suerte en diversos ámbitos con la fiereza que la caracteriza. De hecho, en Un cabo suelto interpreta a una vendedora que trabaja en una estación de servicio en Fray Bentos, en la frontera entre Argentina y Uruguay, la que se topa con un policía en fuga (Sergio Prina) con el que entabla algo así como una relación. “El uniforme y los productos me hacían acordar a la YPF”, dice mientras toma en un bar de Colegiales una versión hipster de lo que pidió como un cortado. “Yo trabajaba en Diagonal Norte y Esmeralda, y ahí la gente venía a buscar sus premios y yo se los entregaba, vestida de promotora. Es re lindo este personaje. Y me encantaba el desafío de hacer una chica del interior, que no se sabe si es uruguaya o argentina”.
El de Un cabo suelto –en cartel en el MALBA– puede parecer un papel chico en comparación a otros, pero Gamboa lo encaró con el cuidado por el proceso que la caracteriza, uno que viene de sus años de teatro, de pruebas, errores y discusiones sobre todo. “A Dani (Hendler) siempre lo admiré mucho, me gusta su manera de actuar y sus películas como director –cuenta–. Lo venía siguiendo, pero no nos conocimos hasta División Palermo. Ahí nos hicimos amigos y me pasó el guión. Es un director increíble. Yo tenía un poco de miedo porque es bastante neurótico y yo hasta ahí solo había actuado con él. Pensaba ‘uy, éste me va a volver loca’, pero no fue así. Fue todo un desafío porque es super exigente y no lo vas a conquistar con lo primero que hacés, ni con lo segundo o lo tercero. Es muy meticuloso. Se armó con él una búsqueda de lenguaje muy interesante, una mezcla entre lo mío y lo que pensaba él. Yo probaba cosas y después venía y me marcaba tonos. Es alguien que está pensando en la respiración del texto, que tiene todo en la cabeza. Dani te actúa todos los personajes y tiene una poética muy personal para actuar. Yo soy fanática suya, pero a mí no me salen las cosas igual. ‘Eso lo podés hacer vos, yo no puedo’, le decía. Salió una cosa muy divertida de todo eso”.
No siempre Gamboa tiene la posibilidad de trabajar tan en profundidad sus personajes. En las series, por ejemplo, no siempre cuenta con esos tiempos. “El rodaje de una serie tiene otras reglas, para mí están en el medio entre el cine y la tele –explica–. Es un lenguaje que se encuentra más rápido porque una temporada entera se filma en ocho semanas, que parece un montón pero no es tanto. En cine por ahí se filman dos escenas por día y en una serie hacés seis. Tenés más tiempo para investigar que en una tira diaria pero es más rápido que el cine. Es una gimnasia de la actuación distinta y tenés que salir más a resolver. Igual yo siempre voy con una idea previa de lo que voy a probar y después se arma con los otros actores y el director. En una serie hay muchas cosas que no sabés de tu personaje. Estás con lo que pasa en una temporada pero todavía no leíste la siguiente. En una película es distinto ya que desarrollás todo en algo que se verá en una hora y media. A mí me encanta hacer series, lo disfruto mucho, pero el cine tiene algo especial. Yo soy fanática del cine y esa mística del director me fascina. Mi escuela de cine fue Mariano Llinás, así que te podés imaginar. Yo aprendí a hacer cine con Mariano, con esa épica de la aventura, del rodaje como experiencia de vida. Todo ese capital me quedó en el corazón”.
Gamboa es muy precisa para explicar qué distingue el trabajo con Llinás de otros. “La flor fue un proceso de diez años. No éramos las mismas personas las del primer episodio que las del último –dice respecto de las cuatro integrantes de Piel de Lava, grupo que integra junto a Laura Paredes, Elisa Carricajo y Valeria Correa que protagonizó aquel film de 14 horas de duración–. Llinás es un director que te deja hacer mucho con la poética que vos tenés y su mayor capital es ver la belleza ahí. Mariano logra hacer, de lo pequeño, algo bello. Y también te hace registrar como actriz que el movimiento de tu mano por ahí es todo lo que vale en un plano. Él puede poner un microscopio en la belleza. Su manera de ver el mundo, el cine y hasta la vida es como la de un niño. Así, con todo lo grande y ampuloso que es, es un niño dirigiendo, uno que ve lo que ven los niños, como mis hijos. La flor fue un estado de enamoramiento: nosotras estábamos obnubiladas con él y él estaba enamorado de las cuatro”.
Trabajando con Piel de Lava (“Pi” de Pilar, “El” de Elisa, “La” de Laura y “Va” de Valeria, para los que se preguntan por el nombre) es donde Gamboa puede dar rienda suelta a su obsesión por el proceso actoral. ¿Cómo hacen las cuatro actrices para tomar decisiones todo lo que implica montar una obra sin alguien que las “supervise”? “No existe la democracia. Es más anarquismo, diría –explica–. Hay que generar argumentos para convencer al resto de tus ideas. Si yo creo que lo que está diciendo la otra está mal, no le puedo decir ‘está mal’ y ya fue. Tengo que convencerla de eso. Por ahí después te das cuenta que eso no estaba mal y en esa mezcla de ideas empieza a generarse esa autoría colectiva en la que sucede algo mágico y nos olvidamos quién escribe cada cosa. Pero el entramado de las obras se teje de un modo muy anárquico. Los procesos son largos también porque el ego de cada una es un toro mecánico difícil de domar. A veces participan miradas externas, como la de Laura Fernández, pero es ella dirigiendo con el grupo. A lo largo de los años nos dimos cuenta que el que está afuera no necesariamente sabe más. Los que están adentro tienen claro también lo que está pasando. Cuando mirás a otra actriz o a otro actor tenés una información que el de afuera no tiene”.
Un pie que se mantiene en todos los formatos en los que Gamboa actúa es el humor. Sea un drama, una película de aventuras o una tira, sus personajes siempre tienen salidas graciosas y un timing de relojería para generar efectos cómicos. “No puedo con las cosas ni con las personas que no tienen humor –analiza–. La tragedia solo la puedo pensar a partir de ahí. Aún las cosas que más me duelen y me irritan necesito encontrarles ese lado. No puedo con la solemnidad. Creo que el drama es mejor cuando tiene humor. Los clásicos tienen humor: Shakespeare, los grandes autores, los grandes directores de cine. Siento que no hay manera de ahondar en las profundidades si no es a través de una sonrisa. Yo sobrevivo así al mundo. No juzgo al que no tiene humor pero yo no entro cuando las cosas no dan respiro: las siento como un mensaje, una bajada de línea. Lo que tiene humor me parece más difícil de codificar. Y eso es lo que me interesa como actriz”.
La actualidad de Gamboa se completa con Sombras, por supuesto, la obra de Romina Paula que viene haciendo con otro grupo (que incluye a Esteban Lamothe, Esteban Bigliardi y Susana Pampín) desde 2023, un extravagante, divertido y muy curioso drama inspirado en la obra de Rainer W. Fassbinder. “Romina es la dramaturga que más admiro. Para mí tiene la conjugación perfecta entre el humor y la tragedia”, agrega.
Hacer series, de todos modos, no implica para ella resignar la investigación que tanto la motiva. “Santi (Korovsky) es mi amigo, pero es más freak que Hendler para trabajar –se ríe–. Lo tenés que convencer de hacer algo distinto a lo que él pensó. División Palermo es una serie de autor: él es el protagonista y el showrunner y tiene todo en la cabeza. Y con Envidiosa pasa algo parecido, Gri (Siciliani) piensa las escenas como yo, viene del teatro y tiene ese capital. Yo le digo ‘Gri, ¿cómo vamos a resolver esta escena? A ver, pasémosla’. Una improvisa una cosa y la otra no sé qué y sale. Y en Viudas negras ponele que Malena (Pichot) y yo somos las protagonistas, pero eso es mentira, porque también están Alan Sabbagh, Julián Lucero, Marina Bellati y otros que la rompen. Yo creo en la coralidad y que todos los personajes tengan un color y se luzcan. Hacer de la ‘amiga pata’ que está ahí solo para que se entienda el conflicto de la protagonista es un embole. Lo hice un montón de veces, pero es un perno para actuar”.
Pilar vive con preocupación la actualidad política del país y, en especial, el desprecio por la cultura que se volvió bandera del gobierno. “Mis mejores amigos, actores con los que me formé desde los 19 años, no tienen laburo –dice–. Yo soy una privilegiada de estar trabajando, pero me preocupa mucho lo que pasa y no entiendo cómo se generó. ¿Dónde estaba todo este odio? Yo tengo 45 años y ya viví un montón de crisis, pero ahora pasó algo con el cambio de sentido común que yo no sentí nunca. Hay que dar de nuevo las cartas en un contexto muy triste y desolador de gente que tiene 14 trabajos para sobrevivir. De todas maneras creo que en las épocas más devastadoras algo surge. Cuando explotó todo en 2001 yo tenía 21 años y laburaba. Y después de esa crisis hubo una ebullición en el teatro y en el cine que fue increíble, caminabas unas cuadras por el Abasto y había una sala de teatro. Creo que eso puede volver a suceder. Ojalá suceda. Hay que seguir pensando, seguir juntándonos. Ver cómo nos organizamos y cómo seguimos filmando, creando historias, haciendo cosas. Esto se va a acabar en algún momento”.
Si bien Petróleo sacó a Piel de Lava del under y les dio un éxito comercial (“las últimas veces vinieron más de 800 personas por función, fue una fiesta”, recuerda), Pilar ahora está actuando, por primera vez, en eso que se da por llamar teatro comercial. En Las hijas –que regresa en enero al Teatro La Plaza tras una temporada en el Maipo– comparte escenario con Julieta Díaz y Soledad Villamil en una obra “basada en una idea” de Adrián Suar, que él también dirige. “Me habían ofrecido muchas veces hacer teatro comercial pero siempre decía que no, porque para mí el teatro es mi lugar de pertenencia: yo lo hago, yo lo gestiono, yo lo pienso –cuenta–. Pero esta propuesta me interesó porque tenía a dos actrices con las que no había trabajado nunca. Y con Suar (con quien ya hizo 30 noches con mi ex) me llevo re bien, es muy ameno trabajar con él. Entiendo que algunos puedan tener prejuicios, pero él es muy querible y un chabón muy trabajador que no para de pensar. Es su primera obra como director y se armó algo interesante porque trabajó en grupo. Yo a todos los lugares a los que voy a trabajar aclaro que soy re opinadora. No quiero herir susceptibilidades pero me gusta meterme y por ahí decirle a un compañero de escena ‘¿te parece acá probar esto?’. A algunos por ahí no les gusta, entonces a los lugares que no conozco voy con pies de plomo, esperando que no se tomen a mal lo que digo. En el proceso con Adrián dije al principio que yo opinaba un montón y que me gusta que me opinen y todos fueron tipo ‘sí, sí, sí’. Y se armó una complicidad con las actrices y con él de descubrir los momentos de la obra. Me gustaba además que era de una dramaturga joven, Ariadna Asturzzi. Siempre el teatro comercial son refritos de cosas de Broadway o Londres. Esta es una obra escrita acá por una rosarina.”
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