Por Cecilia González. Columna de opinión
La eterna subestimación de sus opositores le ha jugado a favor. Macri no es una ocurrencia, no es un títere de las corporaciones, no es la dictadura, no es el mal, no es De la Rúa ni ésta es la Argentina de 2001. Es un empresario reconvertido en político que logró llegar a la presidencia con un proyecto muy bien pensado, organizado y exitoso que merece análisis más profundos que los que parten de meros prejuicios.
Otra de sus fortalezas es que Cambiemos no depende cien por ciento de Macri. Sí, es el líder, pero detrás de él vienen dirigentes con altos niveles de popularidad como Marcos Peña, María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta. La continuidad de su proyecto está garantizada. El kirchnerismo sólo tenía a Néstor y a Cristina. Así les fue, así les va.
Con los números finales en la mano, el presidente puede pensar en una cómoda reelección. Tiene a los poderes empresarial, mediático y judicial de su lado. Y enfrente, a una oposición débil y fragmentada que la ex presidenta aspira a liderar. El tono conciliador que Fernández de Kirchner le quiso imprimir a su campaña (y que a ratos se evidenciaba forzado) se repitió en la noche en que perdió, por primera vez en 28 años, una elección que ella misma protagonizaba. Lejos de la belicosidad y arrogancia que marcaron sus discursos como presidenta, la hoy senadora electa tendió una mano en la búsqueda de alianzas. Todavía no sabemos las respuestas, pero que ella pretenda encabezar a la oposición es una noticia que festejan en Casa Rosada, convencidos de que no hay modo de que vuelva a ganar una elección.
El problema para el optimismo oficialista es que Argentina es un país impredecible, es imposible vaticinar a corto, mediano y largo plazo (si lo sabremos los corresponsales extranjeros). Una tragedia o un error de cálculo modifican de golpe los climas y escenarios políticos. Declarar (otra vez) el fin del kirchnerismo todavía suena arriesgado, pero es cierto que, de manera paradójica, a ese proceso de estancamiento electoral lo ayuda el fanatismo de militantes que se niegan a salir de sus microclimas y luego se sorprenden porque la mayoría no los votó (¿Cómo? si el país está tan mal, si todo es un desastre culpa de Macri). Los que publican memes con mentiras sobre el macrismo para provocar la indignación fácil entre los propios, entre los convencidos. Los que insultan a los votantes macristas (son egoístas, cínicos, hipócritas, fachos y dan asco, por decir lo menos) y los retan porque se equivocaron. Los que siguen anclados en la obsesión de que el que no salta es de Clarín. Desde ese punto de partida es imposible la construcción de una alternativa que convenza a nuevos votantes.
Para Macri, estas elecciones marcaron el final del discurso de la pesada herencia. Cada vez podrá apelar menos al pasado para justificar decisiones. Él gobierna. Él tiene qué hacerse cargo.
Para Fernández de Kirchner, será inútil repetir que Macri mintió en la campaña de 2015. Dos años después, casi el 43 por ciento de los ciudadanos revalidó el proyecto de Cambiemos con su voto.
Y desde el 10 de diciembre, el Senado será más entretenido con la ex presidenta sentada en una curul.
Seguimos.
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