Retazos

Por: Mónica López Ocón

La memoria es un cajón de modista, un cajón de sastre lleno de retazos que están entre comillas, citas literales del pasado.

Plumetí, broderie, tafeta, falla, gro, sarga, piqué, paño lenci , casimir, fil a fil, brin, organza, organdí, voile, moletón , moleskin, piel de tiburón, cretona, bombasí, trobalco, terciopelo, soutache, cloqué, guipure, lanilla, raso, gasa, algodón mercerizado , bramante, linón, entredós, seda cruda, seda artificial, surah, poplin dos y dos, dril, loneta, batista, nansú, jersey, reps, lustrina, ñandutí”. Así enumera Sylvia Molloy en Varia imaginación los retazos de tela que su madre guardaba. «Recuerdo estas palabras de mi infancia –dice-, en tardes en que hacía los deberes y oía hablar a mi madre y a mí tía que cosían en el cuarto contiguo. Reproduzco este desorden costurero en su memoria».

Ernesto Bertani no pintaba sobre telas en blanco, sino sobre telas de casimir. No era un capricho estético, era un dictado de la memoria de su infancia: de chico le fascinaban  los muestrarios de telas de las sastrerías, esa selección de pequeños retazos de colores y texturas que solían tener un borde cortado con una tijera de picos. Entre esos retazos,  el cliente del sastre elegía la tela que más le gustaba para hacerse un traje incluso, a veces, con chaleco. Es que toda aparente uniformidad nace de fragmentos, de retazos hilvanados con una puntada oculta de sastre o de modista.

Quizá Bertani le temiera a la tela en blanco como algunos escritores le temen a la página en blanco y el recuerdo de esas pequeñas noches rectangulares, jaspeadas, de trama cerrada, esas noches textiles con pequeños hilos de luz, esas noches tejidas, aprisionadas y superpuestas, fueran un conjuro contra su temor de artista.

La memoria es un cajón de modista, un cajón de sastre lleno de retazos que están entre comillas, citas literales del pasado.

«These four boys are camping. Their tent is not far from the river», recuerdo, a veces, mientras me ducho, sin que venga a cuento. Es el retazo de un texto de inglés del colegio secundario que por miedo a una profesora muy exigente, me quedó grabado a fuego. Lo repetí hace poco ante mis tres amigas del colegio y fue suficiente para que nuestra adolescencia volviera montada en ese retazo de texto. «These four boys are camping» trajo a una profesora de lentes oscuros y a cuatro adolescentes que despertaban al sexo y quizá quisieran conocer a los four boys que are camping. El deseo siempre habla en otro idioma. Por otra parte, aquel texto era un intento de hermanarnos, de unirnos en nuestra incipiente salida a la ferocidad del mundo, de escapar de la soledad en inglés porque la soledad es una forma de la extranjería.

«Platero es pequeño, peludo y suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos». Nunca entendí por qué este texto de Juan Ramón Jiménez suele provocar risas irónicas. Quizá porque algunas profesoras de literatura ignoraron lo que afirma Daniel Pennac: que el verbo amar y el verbo leer no admiten el modo imperativo y nos obligaron a leer ese libro como si fuera un catecismo literario. Hay que tener coraje para reírse de Platero en un mundo con tantos burros sueltos que no se dirían, precisamente, de algodón.

«Si la nieve resbala por el sendero, ya no veré a la niña, la que más quiero. Ay, amor, si la nieve resbala, qué haré yo…», cantaba mi hermana como si toda la tristeza del mundo se le agolpara en la garganta. No sé qué poder misterioso tenían esas palabras y esas notas, esa voz de soprano sin pretensiones que imponía. Sin embargo, un silencio de misa se instalaba en el comedor de casa. Un dolor sin atenuantes. «Si la nieve resbala, qué harán las rosas, ya se irán marchitando las más hermosas». Me basta ese retazo de canción para instalarme en el centro del dolor por la desigual batalla entre las rosas y la nieve que fue su vida.

«Corazón tan blanco. Mañana en la batalla piensa en mí. Negra espalda del tiempo». Javier Marías tomaba retazos de obras de Shakespeare para titular algunas de sus novelas y a partir de esos retazos creaba mundos de palabras que envolvían al lector en larguísimas frases para que no tuviera los pies fríos mientras recorría  algunos caminos desolados de las páginas. A partir de esos fragmentos tomados de Macbeth, de Ricardo III y de La Tempestad,  creaba  novelas orquestales, inmensas, desmesuradas. Con pequeños retazos shakespeareanos, apenas  semillas textuales, hacía crecer bosques de palabras como si conociera el secreto para fertilizar el verbo o se tomara muy en serio y literalmente aquello de que en un principio fue el Verbo y a partir del Verbo vino todo lo demás.

De chica mi padre me enseñó a hacer grullas de origami con papel de diario. Sigo haciéndolas aún hoy. A través de los pliegues se rompe la linealidad del sintagma. Las palabras se disgregan en retazos horizontales, verticales, oblicuos, la unidad se atomiza y el asalto a un jubilado y el angustiante avance de la derecha fascista se convierten en un pájaro que mueve las alas.

Mi madre, como la de Silvia Molloy, también guardaba retazos. De un pequeño trozo de seda y otro de tul hacía un vestido para una princesa del retablo de títeres de mi padre. De un resto de paño negro, un saco para el protagonista de El invento maravilloso, de un pedacito de tela con brillos estelares, una túnica para el astrólogo de la obra El astrólogo y la niña.

Por su parte, mi padre hacía títeres con la receta más tradicional del papel maché que consistía en cortar en trocitos un diario viejo, agregarles agua y hacerlos hervir hasta que comenzaran a deshacerse. Luego, había que dejarlos enfriar, colarlos y machacar el papel hasta convertirlo en una pasta a la que debía agregarse engrudo o cola blanca,  mezclar y amasar hasta sentir entre las manos el palpitar de una pulpa de palabras, un bollo lingüístico, un barro verbal como el barro divino que nos dio origen. El retazo del retazo del retazo y también de la puntada. Una auténtica masa-madre del sentido. «

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