Ringo, el caminante

Por: Nicolás G. Recoaro

Mascota, compañero, familia, amigo. Caminar hasta que duela. Caminar hasta sanar, cuando no hay vacuna que te pueda salvar.

A pata pelada. Así duerme Ringo, mientras escribo estas primeras líneas antes de que se cierre el año. No le importa el infierno de la noche de verano de Barracas profundo. Quiere estar cerca, pegado a mi pata. Apoya la cabeza, suspira, quizá sueña en blanco y negro, sigue torrando. Vida de perros. A veces lo envidio.

Ringo es mi mascota. En realidad, es mucho más que mi mascota. Seguro me entienden. Compañero, familia, amigo. Sí, un amigo. De esos que te escuchan con la oreja bien parada. A veces, siento que me aconseja sin decir una sola palabra. A lo sumo, una mirada o un suspiro. Guau.

¿En qué andábamos? Sí, Ringo. El muchacho es ya todo un señor mayor. Bóxer atigrado, tiene un aire a Muhammad Ali. Ojo, que somos hinchas del forzudo Bonavena acá en el sur. Ringo llegó hace casi nueve años a casa. Lo trajo Romi, mi exmujer. De cachorro, era grande como la cabeza que tiene ahora, esa que apoya en mi pata. Le miro el marulo de nuevo mientras escribo y tomo otra latita de birra. ¡Cómo creció el cabezón! Debe pesar casi 30 kilos. La zabeca colabora en el engorde. Se siente cuando me tira la carrocería encima en la cama.

Los dos venimos de un largo invierno. Todos venimos de largos inviernos, en estos años miserables de la peste. Los pasamos. Sobrevivimos. Juntos, espalda con lomo, pata con pierna, nariz con hocico.

Romi se fue de casa hace algunos meses. Nido –cucha- vacío. ¿Me entienden? Soledad. Cuando todo explotó por los aires a mitad del año pasado, cuando yo era un fantasma deambulando entre las ruinas de un bombardeo digno de Dresde, Ringo me sacaba de la cama a la fuerza. Hijo del alba. A las 6:30 de la matina, me obligaba a salir de la catrera, ese útero de sábanas que a veces te chupa y no te deja renacer. Me lameteaba la cara. Quería salir a pasear. Había que caminar. ¿Habrá otra forma de curar la melancolía?

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Caminar, caminar y caminar. Ese fue el remedio contra la saudade. Perro sabio. El ritual de lo habitual era escuchar al palo y en rulo “Yo quiero ser tu perro” de Iggy Pop y Los Stooges, para después sin fin perdernos. Caminatas eternas hasta El Coloso que custodia el Riachuelo, en la parte más obrera de la obrera Avellaneda. Derivas dignas de Debord hasta Constitución. Excursiones hasta el límite de Pompeya y más allá. Visitas a los terrenos donde estaba la quema en Parque Patricios. Si usara esas aplicaciones que marcan la cantidad de kilómetros recorridos -qué locura lo de cuantificar todo, ¿no?-, seguro ya andamos cerca de Alaska.

Ni correr, ni trotar, ni marchar. Hacer camino al andar, por senderos de cemento que se bifurcan y trifurcan. Perderse sin rumbo. “Darse una vuelta por el lado salvaje”, diría Lou Reed y las chicas corean “doo, doo, doo”. Caminar lejos para alejarnos del dolor. Hasta que duela.

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Hace unas semanas fuimos con Ringo a la veterinaria. Los últimos dos meses andaba raro. Mal de la panza. A la noche, su estómago se quejaba con alaridos dignos de un cantante de death metal. Tiene un tumor. Vamos a arrancar 2022 en un quirófano. Pero hoy es fin de año y nos cortaron la luz. Edesur va a iluminar al pueblo el día que arda. Con Ringo, vamos a tener un festejo decimonónico. Velas y una sidra en la terraza bajo el manto frío de estrellas apagadas. Eso sí, antes de las 12 nos vamos a ver el río. Somos peregrinos.

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Les escribo a las apuradas que ando de enfermero. Ayer, Ringo salió bien de la operación. Ya les dije que es fuerte como Bonavena. Tuvimos una noche movida, pero hoy cuando asomó la mañana, se acercó medio grogui hasta la cama y me dio una de esas lameteadas que te cambian la vida.

Después, me miró fijo a los ojos. Lo sé, no hacen falta las palabras, quiere salir. Paso a paso. Pablo, su veterinario, nos dijo que vayamos de a poco. Será una humilde vuelta manzana. Un pequeño paso para Ringo, un gran paso para nuestra hermandad.

Antes de que le ponga la correa, esa libertad que mide metro y medio, Ringo está echado en el piso, justo por donde se cuelan los primeros rayos del sol. Me acerco. La escena me hace acordar a la historia del encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes, el filósofo de la escuela cínica que apodaban el perro. «Cínico» es una palabra que viene del griego, del adjetivo kynikos, perruno. Pero volvamos a la leyenda. Dicen que después de un intercambio picante, el rey todopoderoso de Macedonia le dijo al vagamundo Diógenes que le pidiera lo que quisiera. Ringo me mira con cara de filósofo. Sé que sabe la respuesta. Me corro del sol y le pongo la correa. Nos vamos a caminar. Pronto hasta el infinito y más allá. Nuestro remedio. Así nos curamos. «

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