El histórico concierto de 1985 cristalizó una aspiración largamente repetida en las salas populares. La orquesta sonó con autoridad y convicción, ante un público conmovido.

Durante décadas, el tango mantuvo con el Colón una relación distante y desigual. Carlos Gardel nunca cantó allí: su consagración fue masiva, popular y mediática, ajena a la validación institucional. Aníbal Troilo recibió homenajes y menciones, pero no una ocupación plena del escenario con la orquesta típica en su forma más reconocible. Astor Piazzolla sí cruzó ese umbral antes, aunque lo hizo en una zona ambigua, presentado como compositor contemporáneo más que como parte de la tradición tanguera. El género, incluso en sus figuras mayores, parecía quedar siempre un paso afuera.
Sin embargo, en los clubes, en los teatros barriales y en las salas populares, circulaba desde hacía años una consigna que condensaba una certeza estética: “¡Al Colón, al Colón!”. No era un chiste ni una provocación ingenua. Era la forma en que el público expresaba que la música de Pugliese -por su complejidad formal, su densidad expresiva y su ambición artística- ya dialogaba de igual a igual con las grandes tradiciones de la música académica. El grito no pedía permiso: anunciaba un destino.
Pugliese, cuando finalmente llegó a ese escenario, no cambió de registro ni de vestuario simbólico. Llevó su orquesta tal como era. Un sonido colectivo, dramático, construido desde el peso del conjunto más que desde el lucimiento individual. El piano marcando un pulso común, los silencios cargados de tensión, el fraseo arrastrado como una forma de memoria musical. El tango no entró al Colón para embellecerlo ni para adaptarse a sus códigos: entró para afirmarse.
Esa noche, el concierto siguió un repertorio pensado como un cruce entre tradición y celebración, donde se alternaron clásicos instrumentales y piezas cantadas por voces históricas de su orquesta. Abrieron con tangos como «Arrabal» y «Los mareados», siguieron obras como «Recuerdo», y pasaron por milongas de fuerte pulso rítmico antes de acercarse a los momentos más intensos del programa, con piezas que cruzaban memoria y virtuosismo.
El cierre, y quizás el momento más celebrado, fue con «La Yumba», el emblemático tango compuesto por Pugliese en 1946 que, por su ritmo onomatopéyico y su mezcla de tensión y alivio, se volvió sinónimo de su estilo. En la interpretación final, varios de los músicos que habían integrado su histórica orquesta se sumaron al conjunto, un gesto que condensó la idea de continuidad y testimonio colectivo que atravesaba toda su trayectoria. El público lo reconoció de inmediato: ovaciones prolongadas, aplausos de pie y la emoción que sigue asociando ese tema con el cruce entre música popular y gran escenario que simbolizó esa noche.
Desde lo estrictamente musical, Pugliese fue uno de los grandes revolucionarios del tango del siglo XX. Amplió las posibilidades expresivas de la orquesta típica, trabajó el contrapunto interno, reforzó el carácter coral del conjunto, su complejidad rítmica y desarrolló un dramatismo contenido que influyó decisivamente en generaciones posteriores. Su obra demostró que el tango podía ser popular y complejo a la vez, sin resignar intensidad ni comunicación.
Ese ideario estético estaba íntimamente ligado a una forma de organización poco común en la música popular argentina. Durante décadas, la orquesta de Pugliese funcionó como una cooperativa: no había patrón ni figura dominante, sino socios, reparto equitativo y decisiones compartidas. Esa estructura no fue una rareza administrativa, sino la traducción práctica de sus convicciones ideológicas. Comunista declarado, Pugliese sostuvo una coherencia infrecuente entre pensamiento, práctica artística y vida cotidiana, aun cuando eso implicara censuras, detenciones y largos períodos de marginación.
El concierto del Teatro Colón se realizó el 26 de diciembre de 1985, a poco más de dos años del regreso de la democracia. En ese contexto, el acontecimiento adquirió una dimensión que excedió lo musical. No fue una consagración tardía ni una concesión institucional, sino el reconocimiento explícito de un valor que ya estaba allí. El Colón no elevó al tango: aceptó escucharlo en igualdad de condiciones.
Cuarenta años después, aquella noche conserva su potencia simbólica. No como postal nostálgica, sino como recordatorio de que las jerarquías culturales no son naturales ni eternas. A veces, simplemente, terminan cediendo ante la evidencia.
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