No se trata solamente de lluvias extraordinarias. La negación y la inacción ante el calentamiento global cobra vidas y pérdidas millonarias.
Lo que sucede en Argentina cada vez que se produce una catástrofe socioambiental, derivada de una precipitación intensa o de una fuerte tormenta, es que se responsabiliza a la lluvia extraordinaria local o al cambio climático global.
Si bien esto no deja de ser cierto, puesto que los diluvios “bíblicos” en poco lapso de tiempo son una cualidad del calentamiento global (por más que muchos se esmeren en desmentirlo), ambas cuestiones resultan ser la mejor excusa para no gestionar ni invertir presupuesto público en obras de infraestructura que permitan paliar estas situaciones que generan zozobra.
El poder hegemónico (sea político, económico, mediático o judicial) prefiere echar mantos de culpabilidad a situaciones que, en apariencia, escapan de la órbita de su toma de decisiones, ergo, de su responsabilidad. Son discursos que, por un lado, los deja relativamente ilesos con respecto a la opinión pública en cuanto a su gestión territorial (dado que la naturaleza no puede responderles, al menos con nuestro lenguaje), pero, por otro lado, exhiben su incapacidad o desnudan acuerdos espurios, puesto que a la primera de cambio, se excusan por no haber realizado una obra hidráulica, una correcta gestión de residuos sólidos urbanos o un plan territorial de viviendas que impida que muchas casas se instalen sobre veras inundables de ríos.
La mayoría de las obras de infraestructura de alivio hídrico de la provincia de Buenos Aires datan de fines del siglo XIX o primera mitad del XX, cuando el país y el mundo eran otros. Lo que se hizo a partir de los años setenta, con el advenimiento del neoliberalismo y el consecuente ajuste estructural, fueron diferentes ampliaciones o rectificaciones de obras ya existentes, con la excepción de la reactivación del Plan Maestro del Río Salado, que gozó de una ingeniería importante.
Si hacemos un análisis comparativo entre lo que se hizo y el recrudecimiento del cambio climático a nivel global en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos transitado del XXI, sumado al desmonte desaforado en nuestro país y el avance de la agricultura transgénica en los campos bonaerenses; podremos arribar a conclusiones que nos permiten explicar los problemas que vivimos hoy.
Si el cambio climático avanza y no adaptamos nuestros territorios a los fenómenos que surgen como consecuencia, si desmontamos bosques o eliminamos vegetación absorbente de lluvias y permitimos el avance del monocultivo que lava suelos, si no realizamos obras de infraestructura para mitigar los eventos cada vez menos extraordinarios; el resultado es obvio, a la vez que evidente. Las explicaciones ambientales y los padecimientos sociales no se explican con mera matemática, pero dos más dos son cuatro.
A su vez, tenemos un gobierno nacional que se maneja con una barbarie propia de los regímenes autócratas y conservadores del siglo pasado, negando el evidente calentamiento global que advierten los científicos del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, el cual se manifiesta en el incremento de sequías sostenidas, inundaciones rabiosas, derretimiento de glaciares y aumento del nivel de los mares.
El próximo paso rimbombante de la “administración” Milei sería retirarse del Acuerdo de París, lo cual exime a nuestro país de dar explicaciones a esa comunidad internacional que tanto les gusta consentir y saca a Argentina del listado de países aptos para recibir esa financiación externa de la que tanto se vanaglorian, para encarar obras de mitigación y adaptación para lo que se viene.
Evidentemente, el negacionismo climático no es gratuito, sino que deja a su paso potenciales polvorines ambientales que no tendrán presupuesto ni respuesta política alguna para mantener a salvo a la población, cada vez más desprotegida en términos sociales, económicos y ambientales.
Las fuertes imágenes de Bahía Blanca dejan una certeza: las ciudades argentinas de hoy no están preparadas para enfrentar amenazas de tamañas dimensiones. ¿Explicaciones? Muchas: el crecimiento desmedido de la población no acompañado por una política de vivienda segura y asequible, el loteo de terrenos inundables como producto de la voracidad de los pulpos inmobiliarios, la realización desigual de obras de infraestructura que benefician a los sectores altos y medio-altos de la población, el desmanejo en la gestión de los residuos sólidos urbanos que genera taponamiento en las bocas de tormenta.
A eso se le se suman acciones concretas que evidenciamos a diario en la obra pública: la ingente expansión de asfalto o cemento impermeables en la superficie, la tala inexplicable y sin criterio de la arboleda urbana, la decadencia del transporte público y el consecuente colapso de calles por parte de automóviles individuales, el cada vez menor porcentaje de metros cuadrados de espacios verdes por habitante, entre otros.
Todo este combo de (in)acciones en la gestión pública y privada constituye la “miopía ambiental” de la política. Se sigue pensando —en el mejor de los casos— que “lo ambiental” consiste en crear áreas protegidas en espacios alejados y bonitos, pero resulta que la ciudad —que es donde habita el 93 por ciento de la población argentina— es despojada de políticas públicas amigables con la naturaleza y la sociedad, que se pueden encarar hoy mismo y que no solo no requieren tanto presupuesto, sino que, a largo plazo, hasta les podría remitir dividendos a las administraciones y, por supuesto, confianza de sus poblaciones.
El problema fundamental es que, lamentablemente, las fuerzas políticas —y en esto se puede ver una continuidad de criterios en todos los partidos hegemónicos— están más ocupadas en el cortoplacismo electoral y en el dedo señalador hacia el adversario de turno que en un auténtico plan que sea capaz de atender las verdaderas necesidades de la gente.
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