Un goce textual: leer en la intimidad del baño

Por: Mónica López Ocón

Uno de los últimos reductos donde se puede disfrutar sin testigos, el baño es el espacio ideal para todos los placeres solitarios, aquellos que exigen quedarnos a solas con nosotros mismos. Razones por las que resulta más tentador que la biblioteca.

Si los prejuicios no nos ocultaran el bosque, el baño sería valorado como lo que es: un espacio de formación al que le debemos buena parte de nuestro bagaje cultural. En efecto, leer en el baño es una práctica tan difundida como vergonzante. Ningún académico estaría dispuesto a admitir que gran parte de lo que sabe acerca del Siglo de Oro Español lo adquirió en una circunstancia socialmente inconfesable, es decir sentado en el inodoro y con la ropa interior caída a la altura de los tobillos. Ya en este punto es posible que algún lector de estas líneas objete la palabra inodoro, más aun cuando aparece ligada a la cultura. Existe una arraigada costumbre de utilizar eufemismos para vocablos que, por alguna misteriosa razón, son considerados de mal gusto. ¿Cuánta gente aun hoy pregunta en un bar o un restaurante dónde está el toilette? ¿Y cuánta, en nombre del buen gusto, dice water para no decir inodoro? Mencionar ciertos objetos en otra lengua parece atenuar alguna peligrosidad implícita en llamar a las cosas por su nombre. 

Pero –se confiese o no– casi todo el mundo alguna vez ha entrado al baño provisto de una revista, una historieta, una carta de amor o un libro para disfrutar en soledad  a la vez de un acto fisiológico y de un texto. En un viejo cartel de una casa francesa en la que se alquilaban cuartos, podía leerse en la puerta del baño: «Tiempo de lectura permitido: 5 minutos», lo que demuestra que leer en el baño no es sólo una costumbre local.

«Placer solitario» es una expresión elusiva para nombrar la masturbación, una actividad que, con frecuencia, suele tener el baño como escenario. Sin embargo, nadie piensa en la lectura como placer solitario, aunque lo es. Suele decirse que ante el nacimiento y la muerte estamos inexorablemente solos. Frente a un libro, también. La lectura necesita de la soledad aunque sea relativa. Se lee sentado a la mesa de un bar lleno de gente porque los desconocidos no nos demandan atención. Por la misma razón se puede leer en un colectivo lleno, en la cola de un banco o en una sala de espera. Pero la soledad absoluta pocas veces se logra cuando se vive en familia, excepto cuando entramos al baño y cerramos la puerta. La intimidad y el ensimismamiento sólo se toleran cuando accedemos a ese claustro azulejado que nos pone a resguardo del mundo.

Lo confirma el escritor Martín Kohan en una entrevista realizada en el sitio de la librería y editorial Eterna Cadencia: «En épocas de mi vida de cohabitación intensa, fingía descomposturas para encerrarme en el baño a leer. Pero no alguna clase de libro ideal, sino el libro que estuviera leyendo cada vez. Como el baño me resulta ideal para leer (baja dosis de interrupción, refuerzo acústico, intimidad) ahí puedo leer cualquier cosa».

Si Gastón Bachelard afirma que la casa es una suerte de útero que nos hace sentir protegidos, por qué no pensar el baño como un útero dentro del útero, el lugar más protegido del hogar, la más pequeña de las matrioshkas rusas cobijada por múltiples vientres maternos, un lugar para estar a salvo cuando no se está a salvo en ninguna otra  parte. Como si fuéramos perseguidos, el baño nos da asilo político. Es la embajada del país de la soledad gozosa.

Inodoro y literatura

Tan arraigada está la lectura en el baño que el mismísimo Henry Miller le dedicó un libro que se tradujo al castellano como Leer en el retrete. Su título original es Reading in the Toilet taken from Books of my Life y fue publicado en 1952.  «Hay un asunto relacionado con la lectura de libros sobre el que, en mi opinión, merece la pena reflexionar, puesto que afecta a un hábito de práctica común y acerca del cual, hasta donde yo sé, se ha escrito poco. Me refiero a leer en el retrete», dice el autor, reconociendo que existe una relación directa entre la lectura y el inodoro. Que reniegue de ella y que aconseje a los lectores alejarse del baño para leer, sólo confirma lo arraigado de la lectura en ese ámbito. Sus críticas a esta costumbre son fundamentalmente dos: 1) el retrete promueve la lectura de material inconsistente; 2) es mejor hacer una cosa por vez –en este caso, defecar y leer– para hacer cada una con plenitud. Por eso, se permite aconsejar: «Si tus tripas no acaban de funcionar, consulta a un médico herborista chino. No te pongas a leer para distraer la mente del asunto que te ocupa. Lo que le gusta al sistema vegetativo, lo que provoca su respuesta, es la concentración absoluta, tanto si se trata de comer, dormir, evacuar, como de cualquier otra actividad. Cuando alguien no puede comer, o dormir, es porque algo lo inquieta. Dicho de otro modo, porque tiene algo en mente, en el lugar erróneo. Lo mismo se aplica al retrete. Desalojad de tu mente todo lo que no sea el asunto que te ha llevado allí. Sea cual fuere la tarea, empréndela con la mente despejada y la conciencia limpia».

El consejo médico-literario de Miller no ha tenido los efectos que él esperaba. A 67 años de su publicación, el baño sigue desplazando a la biblioteca. En su casa, convertida ahora en una librería, el baño decorado con fotos de una de las mujeres que pasaron por su vida, es transitado como un museo y pueden utilizarlo los visitantes, inodoro incluido. Leer allí quizá sea difícil por el gran flujo de gente, pero, sobre todo, porque el escritor mira desde diversos bustos que lo representan.



Fisiología de la lectura

Más allá de la necesidad de aislamiento, alguna razón fisiológica y/o psicológica liga la lectura y la evacuación. Dice el escritor oulipiano George Perec: «Entre el vientre que se alivia y el texto, se instaura una relación profunda, algo así como una intensa disponibilidad, una receptividad amplificada, una felicidad de lectura: un encuentro entre lo visceral y lo sensitivo».

En una entrevista que figura en El concepto de ficción, Juan José Saer afirmaba que el primer borrador lo hacía siempre a mano porque sin la mediación de una máquina, su propio cuerpo pasaba a la escritura. «(…) todo el cuerpo interviene en el acto de la escritura –afirma–, el cuerpo materia, macizo, sentado en la silla, sin cesar en movimiento y acompañando con sus latidos, sus estremecimientos, sus sobresaltos, el trabajo de escritura».

La afirmación no es caprichosa. No por casualidad Juan José Saer dice que «la escritura es un cuerpo» y los periodistas hablan del cuerpo de la nota. Las variaciones de tamaño de una tipografía también se miden en cuerpos. Nuestra computadora nos ofrece una amplia gama de medidas (cuerpos) para cada una de las variedades tipográficas, desde la Arial a la Verdana.

Escritura e intimidad

Escribir y leer son dos caras de una misma moneda. Quizá por eso las puertas de los baños públicos siempre se ofrecen como una página tentadora para una escritura que suele tener carácter escatológico. Muchos son los escritores, además, que encuentran en el baño una acogedora sede de su escritorio. Dijo alguna vez Roberto Bolaño: «Soy la típica imagen del poeta latinoamericano: mi esposa con tisis arrullando a la bebé recién nacida que llora, mi hijo con problemas de adolescencia y yo encerrado en el baño intentando acabar un poema».

Los distintos espacios de la casa no siempre se usan para lo que fueron diseñados. Si al baño se lo llamara «sala de lectura»,  probablemente leeríamos en otro sitio. Es que la transgresión es una de las condiciones necesarias del placer.  «



La lectura colectiva

No siempre la soledad total que brinda el baño fue una condición deseable para la lectura. Por el contrario, esta fue en sus orígenes un ritual colectivo que, debido a la falta de alfabetización masiva, se prolongó durante siglos. Según Alberto Manguel, el primer testimonio occidental de lectura silenciosa lo deja por escrito San Agustín, quien visitó en Milán al obispo Ambrosio. «Sus ojos –dice en sus Confesiones– recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas». No fue sino hasta el siglo X que la lectura silenciosa comenzó a generalizarse. En la Cuba española, sin embargo, todavía era común la lectura colectiva en las fábricas tabacaleras. Un lector leía en voz alta para los obreros. «El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas –dice Manguel–, llegó a ser tan popular que un grupo de trabajadores de la fábrica escribió al autor en 1870 pidiéndole que les prestara el nombre de su personaje para llamar así a uno de sus puros». Curiosamente, también el baño, tal como lo conocemos hoy, fue una comodidad tardía.

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