El día que un uniforme cambió una guerra

Por: Boris Cane

La matanza en la Primera Guerra Mundial se sostenía en la obstinación de los jefes: consideraban la rendición peor que la desaparición.

UNO. “No les ordeno atacar. Les ordeno morir.”

La voz de Mustafa Kemal corta la humedad en una madrugada de abril de 1915. Frente a él, los hombres del 57º Regimiento de Infantería lo observan en silencio. No hay épica. Solo resignación. Saben que la orden no deja salida. El enemigo avanza desde el mar. Las tropas británicas, francesas, australianas y neozelandesas llenan el horizonte. Las olas traen el rumor de los motores y un olor metálico que se confunde con la sangre seca.

Kemal tiene unos 35 años —nunca se supo su fecha exacta de nacimiento— y el mando de la 19ª División del 5º Ejército otomano. Su rostro, firme y austero, refleja la serenidad de quien comprende que su función no consiste en sobrevivir, sino en retrasar el derrumbe de un imperio exhausto. Desde una colina, el mariscal alemán Otto Liman von Sanders, jefe de las operaciones, lo observa con cautela. Nadie imagina que ese joven de facciones angulosas, casi de mármol, levantará un país nuevo sobre los escombros del antiguo.

El estrecho de los Dardanelos, una línea azul que une el mar Egeo con el mar Negro, se ha convertido en un embudo de fuego. Los Aliados buscan abrir una ruta para abastecer a Rusia, exhausta en la campaña de los Balcanes. El Imperio Otomano, aliado de Alemania, defiende el paso como si en ello se jugara su alma. La guerra moderna, con sus cañones, minas y fusiles de repetición, inaugura una forma de combate que nadie comprende del todo, salvo Kemal, que la observa con una claridad precoz.

En breve, las trincheras se acercan hasta el punto en que los hombres escuchan las toses del enemigo. A veinte metros se insultan, se espían, se matan. En las breves treguas, según relatan las cartas y memorias de los combatientes, comparten cigarrillos o pedazos de pan. Son gestos frágiles que duran lo que un suspiro antes de que el silbato de un capitán rompa la calma y los devuelva al barro.

DOS. En el museo épico de Çanakkale, inaugurado en 2012, se conservan miles de balas que se fundieron en pleno vuelo. Se chocaron en el aire y quedaron unidas para siempre, como si hubieran comprendido la inutilidad de continuar su trayecto. Esa reliquia explica la batalla mejor que cualquier monumento, con enemigos que se destruyen y, en el mismo acto, se confunden. Y entre el estruendo, está documentado los comandantes otomanos detectan un problema menor, casi doméstico. Sin embargo, la guerra suele decidirse por el hilo más fino, por una tela que nadie mira y de la que depende el curso de una historia.

Los francotiradores aliados descubren un patrón. Los oficiales otomanos caen uno tras otro cuando el sol se refleja en sus cuellos y los convierte en blancos visibles desde cualquier colina. Los uniformes, diseñados décadas atrás, conservan un código cromático que distingue las jerarquías. Negro para los médicos, azul para la gendarmería. Lo que antes ordenaba la batalla ahora facilita el tiro enemigo de largo alcance.

Una orden elimina los colores y las nuevas chaquetas deben tener un tono uniforme, con ribetes tan discretos que solo puedan distinguirse de cerca. En cuestión de semanas, las costureras de Estambul trabajan sin descanso. La instrucción no admite demora. Cada prenda rehecha equivale casi que a una vida salvada. No hay discursos ni banderas. La decisión no nace del patriotismo, sino de la frialdad del cálculo. A veces, el heroísmo consiste en negarse al heroísmo.

Las cifras borran cualquier ilusión de victoria. En ocho meses de combate, los Aliados pierden más de 140.000 hombres entre muertos, heridos y desaparecidos. El Imperio Otomano pierde cerca de 250.000. La matanza se sostiene en la obstinación de los jefes que consideran la rendición peor que la desaparición.

Kemal no se refugia en una tienda. Camina entre los soldados, come pan duro, se cubre con las mismas mantas húmedas. Su sola presencia mantiene la moral. Los hombres lo ven con el uniforme empapado y los ojos rojos de insomnio. Nadie duda de él. El 10 de agosto de 1915, durante el asalto de Chunuk Bair, una esquirla le atraviesa el pecho. Lo salva una caja de reloj que lleva sobre el corazón. En ese momento deja de ser un oficial más. Se convierte en una figura que ya pertenece a la historia.

Cuando los cañones callan en enero de 1916, el paisaje parece una pintura maldita. Las colinas están cubiertas de cascos, fusiles y huesos. Los barcos aliados se retiran sin hacer ruido. En los hospitales improvisados, los médicos amputan sin anestesia. El Imperio sobrevive, aunque su cuerpo se desintegra.

TRES. Kemal emerge como héroe. Sus victorias lo transforman en símbolo de una esperanza nueva. Enver Pasha, ministro de Guerra, lo observa con recelo. La envidia ya ha elegido su víctima. En Londres, Gallipoli se convierte en sinónimo de fracaso. La derrota fuerza la renuncia de Winston Churchill, artífice de la operación. El Almirantazgo se hunde entre reproches. Churchill, degradado, solicita servir en el frente occidental. La humillación lo acompaña el resto de su vida. Años después, al regresar al poder, su deseo de venganza contra el Eje encontrará raíces en aquel desastre del Egeo.

En Turquía, el triunfo deja un sabor amargo. Los muertos cubren los campos y la gloria huele a podredumbre. Kemal recorre el terreno con una calma que parece ajena al entorno. Supervisa el recuento de cadáveres y ordena enterrar a los enemigos con respeto. En ese gesto se advierte un cambio profundo. El hombre que había ordenado morir ahora aprende a mirar la muerte como un espejo.

Décadas más tarde, convertido en Atatürk, el padre de la República de Turquía, una inscripción en un monumento de Anzac Cove recoge unas palabras atribuidas a él: “Después de haber perdido a sus hijos en esta tierra, ellos también reposan aquí en paz. Se han hecho nuestros hijos”. Algunos historiadores dudan de su autenticidad, aunque el espíritu pertenece a su pensamiento. El enemigo caído como parte del mismo suelo.

Hoy, en las playas donde murieron más de medio millón de hombres, los turistas caminan entre las trincheras cubiertas de hierba. Mustafa Kemal entendió ese misterio. El verdadero poder no consiste en destruir, sino en mirar lo que nadie mira y resistir para contarlo. A veces, la historia se sostiene en una hebra de tela. En el cuello gris de un uniforme, la humanidad se disfraza de estrategia para seguir respirando.

Turquía, del Imperio a la República

1299. Osmán I funda el Imperio Otomano en Anatolia. En poco más de un siglo, sus sucesores dominan los Balcanes y el Mediterráneo oriental.

1453. Mehmed II conquista Constantinopla y la convierte en Estambul. El Imperio alcanza su apogeo como potencia mundial durante los siglos XVI y XVII.

Siglo XIX. El “hombre enfermo de Europa” pierde territorios en los Balcanes y el norte de África. Los intentos de modernización fracasan frente a la corrupción y las tensiones internas.

1914–18. El Imperio se une a Alemania en la Primera Guerra Mundial. La derrota aliada en Gallipoli, en 1915, frena temporalmente su colapso gracias al liderazgo del joven oficial Mustafa Kemal.

1918. El Imperio es derrotado. Las potencias ocupan Estambul y los territorios se reparten bajo mandatos europeos.

1919–22. Kemal encabeza la guerra de independencia contra los invasores griegos y las fuerzas del sultán. En 1922 abole la monarquía.

1923. Nace la República de Turquía con capital en Ankara. Kemal, ahora conocido como Atatürk (“padre de los turcos”), impulsa una profunda transformación con educación laica, voto femenino, alfabeto latino y separación del Estado y la religión.

1938. Muere Atatürk. Su legado define la identidad moderna del país, que aún equilibra tradición e impulso reformista entre Europa y Asia.

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