Breve historia de una fuerza manchada con sangre

Por: Ricardo Ragendorfer

Durante sus nueve años de existencia, la “Unidad Táctica de Pacificación” fue artífice –según estadísticas de la CORREPI – de 168 casos de “gatillo fácil”. Bien vale, entonces, reparar en la naturaleza de esta falange policial: la mazorca del PRO.

La coreografía del asesinato a sangre fría de Gabriel González –el obrero de la construcción que, a sus 45 años, cometió el imperdonable delito de prolongar el festejo navideño con sus vecinos de la Villa 20, en Lugano– fue filmada desde diversos ángulos por cámaras telefónicas y callejeras. En todos esos registros se ve con claridad que, tras irrumpir allí una patota perteneciente a la Policía de la Ciudad, un efectivo le apunta con su escopeta y gatilla dos veces. González cae desplomado hacia atrás y muere.

A manera de humorada involuntaria, la división a la que pertenecen esos esbirros se llama “Unidad Táctica de Pacificación”. No es más que un simple detalle de color en una fuerza de seguridad que, durante sus nueve años de existencia, fue artífice –según las estadísticas de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) – de 205 asesinatos, desglosados en 168 casos de “gatillo fácil” y 37 casos cometidos en comisarías, patrulleros y en contextos –diríase– privados (o sea, intravecinales e intrafamiliares), siempre con armas reglamentarias.

Bien vale, entonces, reparar en la naturaleza de esta falange policial. Ante todo, es necesario señalar que, a diferencia del resto de las fuerzas policiales del país, esta es una milicia partidaria; es decir, la mazorca del PRO. Corría el 5 de octubre de 2016 en el playón del Instituto Superior de Seguridad Pública de Lugano. Allí se desarrollaba su presentación en sociedad y el alcalde Horacio Rodríguez Larreta sonreía de oreja a oreja. 

Pero aquel evento –en el que fue exhibida una muestra vehicular de la fuerza naciente– se malogró al quedar al descubierto que la estrella de su flota, un espectacular helicóptero, era en realidad una unidad del SAME ploteada a las apuradas para tan magna ceremonia.

El abrupto fracaso de ese acto de ilusionismo anticipó otras desventuras. La siguiente: el arresto de su primer cabecilla, José Pedro Potocar, un comisario preveniente de la Policía Federal,  ya en el otoño de 2017.

Claro que esa mala nueva tomó por sorpresa a sus autoridades políticas. Durante la mañana del 25 de abril, el entonces ministro de Seguridad de la Ciudad, Martín Ocampo, miraba televisión. De repente, una placa roja de Crónica interrumpió una tanda comercial. Así supo que Potocar, la esperanza blanca de su gestión, era llevado en ese preciso instante tras las rejas, después de presentar en el Palacio de Tribunales una declaración espontánea. 

Por lo pronto, el asunto que precipitó su desgracia –ser el supuesto líder de una asociación ilícita abocada a cobrar coimas a comerciantes y trapitos en la jurisdicción de la comisaría 35ª– era casi una nimiedad frente al hecho de haber sido el responsable institucional y operativo de una fuerza de seguridad que, en apenas 15 semanas de vida, consumó los siguientes hitos: la emboscada con golpizas y detenciones arbitrarias a mujeres tras la marcha organizada el 8 de marzo de 2017 por el colectivo Ni Una Menos; el ataque con proyectiles de goma a vecinos de La Boca que, el 21 de marzo, protestaban por el asesinato de  una mujer y graves heridas a otra durante una desaforada persecución de La Bonaerense a supuestos delincuentes; el ataque furibundo del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza Congreso y el “apriete” del 21 de abril a estudiantes y profesores de la Escuela Normal Mariano Acosta por efectivos de la Comisaría Vecinal 3a.

Pero el hacedor de estas delicias ya no era más de la partida. Tan súbito contratiempo hizo que la fuerza quedara a cargo del secretario de Seguridad, Marcelo D’Alessandro. Y otro veterano de la Policía Federal, el comisario Guillermo Calviño, sería desde la sombra el verdadero jefe. Ese dúo impuso un estilo represivo que aún hoy perdura en la CABA.

Al respecto, es necesario remontarse al 18 de junio de 2017. De aquella jornada perduran dos postales: la de una mujer reducida a golpes y patadas por efectivos de civil y la de un pibe de 13 años llevado a palazos por una turba de uniformados hacia un camión celular. Aquellas imágenes, que dieron la vuelta al mundo, corresponden a la brutal represión con gases lacrimógenos, carros hidrantes y balas de goma a cooperativistas congregados ese miércoles ante el Ministerio de Desarrollo Social para reclamar puestos de trabajo.

Rodríguez Larreta no vaciló al proclamar que los policías “actuaron con mucho profesionalismo”.

La fantasmal jefatura de Calviño duró unos días más, hasta ser citado por la Justicia a raíz de extorsiones a comerciantes y trapitos (al fin y al cabo era el heredero de Potocar), junto con otra causa por encubrir a narcos y barrabravas. Del Palacio de Tribunales salió esposado.

Ya al mediodía, una placa roja de Crónica informó lo ocurrido. Ocampo era otra vez uno de los televidentes.

Y D’Alessandro quedó pedaleando en el aire. El reemplazante de Calviño fue el comisionado Carlos Kevorkián.

Al igual que su afamado homónimo, el “Doctor Muerte” –así como la prensa internacional llamaba al médico estadounidense Jack Kevorkián, el rey del suicidio asistido–, él tampoco era un fanático de la vida ajena. Los casos de “gatillo fácil” se multiplicaban, al igual que la represión en piquetes y movilizaciones.

Kevorkián renunció en agosto de 2018 por “razones personales”. Ocampo, a su vez, fue eyectado del ministerio en noviembre de ese año, tras un desafortunado operativo de seguridad en el Monumental con motivo de la final entre River y Boca. Desde entonces Santilli alternó su condición de vicejefe del Gobierno con la jefatura del Ministerio de Seguridad. Hasta dar un paso al costado por su candidatura bonaerense.Lo sucedió D’Alessandro. Después fue el turno de Eugenio Burzaco, que fue reemplazado por Gustavo Coria.

El denominador común entre los tres era la represión y el punitivismo a ultranza, sin que hubiera variaciones en el nivel de violencia policial.

Claro que pese –por ejemplo– a la profusión del “gatillo fácil”, Rodríguez Larreta seguía destacando el “profesionalismo” de sus mastines uniformados.

Ya con Jorge Macri como jefe de Gobierno de la CABA aterrizó Waldo Wolff en el Ministerio de Seguridad. En este punto, cabe poner en foco la figura de su segundo, Diego Kravetz, quien, además, comandaba la Policía de la Ciudad. A su juego lo habían llamado. Pero esta urbe era muy compleja para aquel tipo con sonrisa de roedor. De hecho, sólo entre el 31 de marzo y el 8 de abril de 2024, una veintena de presos se le “piantó” de las comisarías bajo su autoridad, en cuatro fugas no sincronizadas entre sí.

También tuvo la mala fortuna de ser difundido por TV el registro de una cámara callejera; allí se lo ve en un parque de Palermo luego de ser detenido un arrebatador de celulares. El chico ya estaba esposado cuando, sin mediar palabra alguna, Kravetz le prodigó una trompada en el rostro. Un valiente.

Además, el pobre Kravetz sufrió en esos días otro inconveniente durante la desconcentración de una protesta en la Plaza Congreso, al viralizarse en los medios el audio de una orden impartida por él a través de la frecuencia policial: “¡No se me vayan las brigadas! ¡Tiene que haber detenidos!”. Fue cuando comenzó la cacería de manifestantes (dicho sea de paso, los canas del primo de Mauricio Macri siempre ayudaron a los de Patricia Bullrich en las palizas semanales a los jubilados).  

– ¡Tiene que haber detenidos! –seguía bramando Kravetz, casi jadeando.

Su desprolijidad hizo que Wolff cavilara con desplazarlo del cargo. Pero no hizo falta, ya que justo le llegó su nombramiento en la subjefatura de la SIDE, en donde aún hoy permanece.

A su vez, Wolff fue luego reemplazado por un tal Horacio Gómez.

Poco se sabe de él, salvo que, ahora, su gestión está manchada con sangre.  «

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