El país no libra una guerra abierta, sino que administra la vida con lógicas de campaña permanente.

UNO. Las fachadas modernistas de Asmara —líneas nítidas, curvas de otra época, geometrías que sobreviven— siguen en pie como páginas de un manual urbano que resistió la intemperie. En una esquina, un joven de 24 años se detiene frente a una estantería de vidrio donde descansa una botella que no le pertenece aún. La cifra no es un detalle: el Código Penal de 2015 fijó la edad mínima de 25 para comprar y consumir alcohol. En un planeta de gratificaciones instantáneas, esta ciudad hace del diferimiento una regla. La norma no grita, sino que ordena.
Eritrea, en el Cuerno de África, fue moldeada por Italia, administrada por Gran Bretaña y, más tarde, anexada por Etiopía. Con la ola descolonizadora, estalló una guerra de treinta años que dejó una nación sobria en gestos, prudente en la palabra, alerta en la memoria. Ese pasado grava el presente mediante una economía de ademanes, cautela al hablar con forasteros, apego a un orden que promete estabilidad y cobra obediencia.
El mapa espiritual combina cristianos ortodoxos en las tierras altas y comunidades musulmanas en la costa. En celebraciones familiares circulan bebidas tradicionales —cervezas caseras y destilados locales— y, del otro lado, una ética de la moderación que remite tanto a ritos religiosos como a hábitos comunitarios. La tradición, sin embargo, convive con un Estado que regula con mano firme.
DOS. La Eritrea actual opera como un recinto: salir requiere permisos que pocos obtienen y muchos aguardan. La juventud imagina itinerarios hacia Sudán o Etiopía, calcula riesgos, consulta redes. Desde 1998, el servicio nacional se volvió indefinido; es decir que todos saben cuándo empiezan, pero nunca cuándo lo terminan. El país no libra una guerra abierta, sino que administra la vida con lógicas de campaña permanente.
En ese marco, el alcohol entró en la lista de asuntos sensibles. Los 25 años funcionan como frontera moral y calendario de hierro: el gobierno apela a razones sanitarias y a una idea de madurez tardía; en la práctica, normaliza la autorización previa en un territorio donde casi todo gesto público requiere un visto bueno. El salario medio ronda los cien dólares mensuales; el consumo no es cotidiano, y cualquier botella entra en la categoría de bien vigilado.
Las zonas periféricas de la capital conocen atajos, ya que los comercios que venden “para la familia” pueden despachar algo de más y cobran un plus por la discreción. La economía del alcohol transita un carril angosto de licencias, fábricas y distribución con vínculos cercanos al poder.
El alcohol, más que una sustancia, es una gramática del tiempo. En Eritrea, esa gramática tiene verbos pospuestos y sujetos vigilados. Donde otras sociedades ven socialidad, acá se lee calendario; donde otros celebran impulso, aquí se archiva una excepción. La comunidad aún sostiene hospitalidades antiguas con tés, infusiones y cafés ceremoniales; pero la regulación del etanol dice algo más hondo sobre el vínculo entre deseo y autoridad.
TRES. La promesa de pluralidad institucional se congeló junto con la constitución no aplicada; la prensa independiente se redujo hasta casi desaparecer; el servicio nacional se expandió hasta convertirse en una máquina de tiempo obligatorio. El gabinete apenas se reúne, el parlamento no sesiona, y la toma de decisiones se concentra en un círculo reducido. Hay permanencia.
Evitar lugares comunes ayuda a ver con claridad. No se trata de romanticismos de sobremesa ni de exotismos de postal. Se trata de una política pública que convierte un consumo en marcador cívico. El diferimiento no solo pretende reducir daños sanitarios; también forma hábitos. En sociedades con tejido institucional robusto, el tiempo privado suele resistir mejor la injerencia pública; en estructuras cerradas, el tiempo personal se vuelve recurso estatal.
La pregunta final vuelve al vaso. ¿Qué significa el alcohol? Un permiso que llega tarde. Una señal de pertenencia a un círculo de edad que el Estado vigila. Un recordatorio de que la libertad, en este territorio, se administra por tramos. Ninguna grandilocuencia, ninguna condena tronante; apenas la textura exacta de un sorbo que corta la tarde y, al hacerlo, revela el diseño de poder que lo hace posible. «
El Cuerno de África es como ese barrio bravo donde nadie duerme la siesta y todos desconfían del vecino. Eritrea, Etiopía, Somalia y Yibuti vienen trenzándose desde los tiempos del Reino de Aksum, cuando ya comerciaban por el mar Rojo mientras Europa todavía discutía cómo usar el jabón. Después llegaron las potencias coloniales —británicos, italianos y franceses— a repartir fronteras con la precisión de un carnicero miope, dejando etnias partidas, odios frescos y conflictos al por mayor.
Tras la descolonización, cada país heredó más problemas que infraestructura: guerras entre vecinos (Etiopía–Somalia; Etiopía–Eritrea), sequías que parecen escritas por Pierre Lemaitre y Estados fallidos como Somalia, que hace décadas juega al Estado pero sin Estado. Yibuti, con picardía digna de linyera profesional, alquiló su territorio como si fuera un Airbnb militar: bases de EE.UU., Francia, China, Japón… quien paga, entra.
¿Importancia geopolítica? Bab el-Mandeb, cables submarinos, petróleo. Traducido: si ahí estornuda un camello, tiemblan las bolsas del mundo.
Comparativa
Se puede empezar a entender algunas diferencias básicas entre Eritrea y la Argentina mediante la comparación de algunos ítems.
Por ejemplo la población. Mientras que en Eritrea viven 3,6 millones de personas, en la Argentina lo hacen 45,8 millones. En el pequeño país africano el 44,2% es población urbana mientras que en el 92,6% de los argentinos viven en las ciudades, El PBI per cápita en de 965 dólares contra 12.667. Y un dato muy particular: en Eritea se consume 1,07 litros mensuales por persona, mientras que en Argentina se eleva hasta los 8,05 litros.
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