El Teatro Cervantes cumple 100 años

Por: Héctor Puyo

Se trata de uno de los íconos de la actividad en nuestro país y el único que depende del Estado nacional. Orígenes, presente y lo que vendrá.

Esa enorme mole edilicia de la esquina de Libertad y Córdoba, cuyo frente emula al rectorado de la madrileña Universidad de Alcalá de Henares, y alberga un mundo de teatro, fantasía, luces, creatividad y hasta rumores de fantasmas que la habitan, se llama en la actualidad Teatro Nacional Cervantes (TNC) y cumple un siglo exacto.

Cada provincia y aun la Ciudad de Buenos Aires tienen sus teatros oficiales, pero este es el único Teatro federal del país; pertenece a todos y además de las actividades propias suele recibir elencos provinciales y extranjeros, organizar competencias y concursos, y unir el trabajo escénico del vasto territorio argentino.

El TNC no siempre fue oficial; nació como iniciativa de los españoles María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, quienes además eran un matrimonio, como homenaje a la ciudad que los había recibido con un afecto inusual desde su debut en 1897 en la sala del Odeón, demolido años después (1991) de la noche a la mañana a causa de la especulación inmobiliaria.

La magia parece no ser ajena a la construcción del Cervantes, pese a las penurias económicas, las discusiones de los arquitectos, la burocracia municipal e incluso su ubicación, que al principio iba a ser otra: el teatro entero, como un gran rompecabezas, fue armado en menos de tres años con materiales llegados desde España.

Desde el espectacular telón de boca bordado a mano en la Real Fábrica de Tapices de la Villa y Corte de Madrid hasta las butacas procedentes de Sevilla, cada una de las partes -cortinados, losetas del piso, vitrales, pinturas, faroles de los pasillos, azulejos, bronces y hasta el curioso cartel que indica «Caballeros. Aquí es.» a la entrada de uno de los baños- fue elaborada primorosamente en la Península Ibérica.

Se le puso Cervantes por imposición de la voluntad de doña María, ya que había interés en llamarlo María Guerrero en su honor -tal era la devoción del público porteño por ella, entre el que no faltaban nombres que ahora están en los libros de historia-, pero la diva insistió en aquella denominación, que para ella era la mayor gloria del idioma que hablamos.

Aquel 5 de septiembre de 1921 el Teatro levantó su telón para que don Fernando -los Díaz de Mendoza tenían, además, alguna pizca aristocrática en sus ancestros- recitara un poema sobre la grandeza de la nueva sala y luego para la representación de «La dama boba», de Lope de Vega, con que la pareja debutó 24 años en el Odeón (un fragmento de esa obra se verá, dirigido por Santiago Doria, en el acto celebratorio de mañana).

Durante sus primeros años el escenario del Cervantes -que era uno solo, las otras salas agregadas son muy posteriores, incluida la Orestes Caviglia, que era una lujosa confitería- albergó toda clase de espectáculos nacionales y extranjeros, casi siempre con gran éxito.

Por allí pasaron obras de autores clásicos como August Strindberg, Luigi Pirandello, Calderón de la Barca y Jean Racine; nacionales como Florencio Sánchez, Enrique García Velloso, Gregorio de Laferrère o Martín Coronado, y durante varios meses la compañía del Casino de París llenó de música, luces y el medido erotismo de la época el escenario, que contaba con un foso para orquesta y los mayores adelantos técnicos.

Pero la ilusión duró poco porque los dineros de la dupla Guerrero-Díaz de Mendoza comenzaron a escasear pese a las intensas giras que su compañía realizaba por el interior argentino, América Latina y España, y el Cervantes estuvo a punto de ser rematado para otros menesteres. Fueron tiempos de angustia.

Según un documento de García Velloso, la situación era terminal para sus dueños: «De un momento a otro se producirá el ‘crack’ definitivo y, pensando dolorosamente que el magnífico teatro pase a manos mercenarias, aconsejo su rápida adquisición al gobierno nacional y su entrega a la Comisión de Bellas Artes».

La zozobra fue grande y los trámites intrincados, hasta que en 1933 se dispuso su pase a esa Comisión bajo el nombre de Teatro Nacional de Comedia, lo que permitió que lo activaran sucesivamente los directores Antonio Cunill Cabanellas, Armando Discépolo, Elías Alippi y Enrique De Rosas, que cumplieron tareas notables.

Entre las obras argentinas que se montaron se cuentan «Locos de verano», de Laferrère; «En famila», de Sánchez; «La novia de los forasteros», de Pedro E. Pico; «Calandria», de Martiniano Leguizamón; «La casa de los Batallán», de Alberto Vacarezza; «El puñal de los troveros», de Belisario Roldán»; «El sargento Palma», de Martín Coronado»; «Los Mirasoles», de Julio Sánchez Gardel.

Entre las extranjeras, «La discreta enamorada», de Lope; «El hombre de mundo», de Ventura de la Vega; «Cyrano de Bergerac», de Edmond Rostand; «El mercader de Venecia», de William Shakespeare; «Los intereses creados», de Jacinto Benevente; «Don Juan», de Molière, por la compañía de Jean Vilar, en una lista muy larga.

Sobre un total de 47 obras argentinas representadas durante once años, 17 fueron reposiciones del viejo repertorio y 30 los títulos de estrenos pertenecientes a autores consagrados y noveles, con los directores de escena Cargos Morganti, Luis Mottura, Juan Francisco Giacobe, Yvo Pelay, Armando y Enrique Santos Discépolo, Pedro Escudero y Esteban Serrador.

En 1947 se fundó para actuar allí, dirigida por Orestes Caviglia, la Comedia Nacional Argentina, integrada en forma estable por Milagros de la Vega, Telma Mendoza, Idelma Carlo, Miguel Bebán, Carlos Perelli, Fernando Labat, José María Gutiérrez, María Elena Rúas, junto a otras figuras de primera línea y un grupo adicional; todos cobraban su sueldo a fin de mes.

El hecho más dramático que vivió el coliseo sucedió el sábado 6 de junio de 1961: un incendio se llevó en pocas horas el escenario y todo lo que estaba detrás, en momentos en que hacía temporada el francés Jean-Louis Barrault. La sala se salvó por la bajada del telón contrafuego, un sistema con el que cuentan los grandes teatros y que impidió que la sala sufriera daños.

En 1962, mientras el TNC era reconstruido bajo la batuta del arquitecto Mario Roberto Álvarez -que lo dotó de la torre de 13 pisos que se observa sobre la avenida Córdoba-, la actividad de la Comedia Nacional pasó al flamante Teatro Municipal General San Martín y luego al pequeño Regina, en el edificio de la Casa del Teatro.

La reapertura se celebró en 1968; desde entonces y por casi tres décadas tuvo una producción teatral heterogénea, con decenas de prestigiosos directores y directoras a cargo de las distintas puestas.

El teatro «no quedó excluido de los vaivenes políticos del país y sintió, obviamente, el peso de las dictaduras», relatan las autoridades del mismo TNC a través de su sitio web (https://www.teatrocervantes.gob.ar/), en la que destacan que «sin embargo, directores y elencos prestigiosos se impusieron en sus escenarios a pesar de los obstáculos».

El 1 de enero de 1997, durante la gestión como director del dramaturgo Osvaldo Dragún, y a través de una ley, fue otorgada la autarquía al teatro, que había sido reclamada durante años por la comunidad de la cultura y de las artes escénicas.

Desde entonces, y si bien el Cervantes aún depende de la Presidencia de la Nación a través de la cartera de Cultura, tiene mayor independencia para administrar sus recursos y determinar sus propios criterios artísticos.

Dragún falleció el 14 de junio de 1999, y en su homenaje y reconocimiento a su trayectoria el teatro bautizó con su nombre el Salón Azul, ubicado junto al foyer del Cervantes.

Desde mediados de 2007 y hasta fines de 2016 se hizo cargo de la dirección Rubens W. Correa, luego sucedido por Alejandro Tantanian entre 2017 y 2019. Actualmente el cargo lo desempeña el Lic. Rubén D’Audia.

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