Esperando nacer

Por: Ricardo Gotta

La Paloma es el este, es Rocha, Uruguay, Sudamérica, Planeta Tierra. Acá nomás.

Se consume marzo en la playa oceánica. El sol raja el Atlántico. Almudena Grandes retrató en su concepción póstuma a ese joven alto y corpulento que toca el violín y enamora a una joven esbelta, sinuosa, descalza, para quien el valor de un beso es incalculable, en un texto que pergeñó la madrileña para resaltar que la expresión estar en libertad no significa lo mismo que ser libre.

El mar revuelto es siseo con eco, que resuelve el espacio, la concentración, la silleta naranja de cara al sol. El mate se enfría a un lado. El libro se deja devorar. El chapuzón al llegar a la playa es tan lejano como un abismo, tras un rato, una hora, un siglo, unas cuántas páginas. El mundo es esa novela en un metro de arena revuelta. Hasta que una mujer, con pinta de dejarse estar en la playa hasta que se acabe la luz, apunta hacia el horizonte con su celu. Un flaco, cerca, apura a su pareja, un poco menos enjuto, que adopta también la insólita, inesperada, extravagante, sin sentido, para qué, postura de fotografiar a ese lugar en lontananza que había embelesado a su vecina costera.

El lector ensimismado, aún en su silla playera, al fin se sorprende y baja a la tierra. Se da vuelta, curioso, entrometido, y ve venir la borrasca inesperada, negrísima, definitiva. Es el cielo que decide revolver la tierra, que sopla como en aquellos dibujos animados de hojas agrietadas por el tiempo, fotografías sepia. Se prepara para derramarse furioso en la tormenta, convertir la costa entera en un océano, en un aguacero que si no hubiera sido por la curiosidad ajena, le habría empapado la vida, y algo más, al lector extasiado. Y arruinado para siempre el libro de Almudena.

La corrida, el apuro, el cobijo en la cabaña de troncos. Pedro hace llorar el bajo en Esperando nacer. Charly se parte la garganta cada vez que menciona a la querida Alicia. No cesa el vendaval, se refresca la vida, todo lo verde recrea tonos y los potencia. Detrás de los cristales, llueve…, también como poetizó el Nano, sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados. La tardecita tiene sonido de esencia enojada, olor fuerte a tierra húmeda. Induce a la intimidad amatoria sin condicionamientos, a la posterior cena de lágrimas saladas que caen sobre una copa de chardonnay helado, junto a ese rejunte de mariscos bien embebidos en salsa que impregnan al ambiente de un sublime aroma a recreo gastronómico, intenso y erótico.

La playa sigue en su sitio cuando el día gira y da más vueltas. El sol reaparece a la mañana siguiente. Ahora es Ian Anderson quien canturrea, como al oído Thick as a brick (Grueso como un ladrillo). Lo dice como nadie. Como cuando La Negra imploraba con ternura descomunal el Cómo te explico… al cerrar la primera estrofa de Soy Pan… Los churrinches crocantes atenúan la aspereza del mate humeante. Es bosque, desafío, también es soledad. Es rumor, es una piña que da un golpe seco en la hierba.

Es Haroldo Conti que le dedicó a Mario Benedetti y Eduardo Galeano, un cuento, Las Tristezas de la Otra Banda. A la que llegó tras «hundirse en el río, donde está mi camino». A ese pueblo que en 1975, Año de la Orientalidad (así lo definió el escritor argentino detenido desaparecido al año siguiente) era muy diferente a este balneario siglo XXI, que mantiene su descomunal belleza agreste, sigilosa, sosegada, multitonal. La Paloma es el este, es Rocha, Uruguay, Sudamérica, planeta Tierra. Acá nomás. El lugar en el mundo para quien trascribe estas elucubraciones desordenadas de un día de vacaciones. Merecidas, que nadie lo dude.

El horizonte sigue exultante unas horas después, al atardecer. El auto trepa la lomita. Ahí se ve mejor. Suena el CD, un viejazo, aunque no tanto como un magazine. Billy Cobham nunca envejece cuando repiquetea Spectrum, el brazo armado de su conciencia. El naranja se enardece en el horizonte. No hay brisa, sólo esa bola de luz infinita que se acerca al mar. Pretende mecerse. La hora que los franceses llaman entre chien et loup (el perro y el lobo, que aplican tanto al amanecer como al atardecer). Cada crepúsculo es de un encanto desmesurado, magnificencia que quiebra la mirada. El sol se sumerge en la lengua de los lagartos mientras la bahía se convierte en piedra filosa que se incrusta en el mar, desborda de algas, le pega hachazos a las olas, las apacigua, las devora, las trasforma en la suavidad de un spray.

Es momento del regreso. De reacomodar las emociones. La infinita ternura de Silvina Garré clama: Demasiado cielo para esta tierra. Replica Baglietto: Todavía creo en mirarte a los ojos.

Ya es de noche. Unos perros ladran eternamente, allá a lo lejos, y se mezclan en la estridencia chispeante de las brasas. El fuego atrae, atrapa, atraviesa los sentidos. La combustión genera formas que desafían a lo establecido y escupen fantasmas. Hay chasquidos, hay calor rojo debajo de una carne provocadora. Una copa se vacía para exacerbar sensibilidades y darle completitud a la afinidad gastronómica. A lo lejos, el rayo perfora la negritud, cala la admiración, se inserta en el cielo. Gira lentamente. La luz nace de la cúspide del faro del Cabo de Santa María. Genera destellos que iluminan 13,8 millas desde el 1 de septiembre de 1874. Aun así en la zona pululan los fantasmas de infinitos naufragios. Muchos reales, tantos como fabulados. A un puñado de metros, por la Isla de la Tuna, cabalgan caballos de latón con ojos de caracoles. Algún pescador ve sombras en el mar que nunca nadie vio. Son historias de piratas. No es Keith Richards persistente en su disfraz, ni Johnny Depp subido a un barco tambaleante, sino más bien alguno surgido de la pluma fantástica de Arthur Conan Doyle.

Literatura atrapante, música que emociona, sabores mágicos y la naturaleza que impone su esplendor. Es personal e intransferible el acto de escoger la compañía adecuada para compartirlos. ¿Dónde estarás cuando llegue el invierno?

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