Michael Bent tenía diez años cuando esperó a que su padre regresara del trabajo para avisarle que ya no quería boxear. Estaban en su casa de Queens, Nueva York, los dos sentados en el sillón, frente a una televisión en la que siempre había un combate. Cuando lo escuchó, el padre, admirador de Muhammad Ali, se levantó con violencia, arrancó la antena del aparato y comenzó a golpearlo. Bent tuvo que volver al ring, a las peleas, recorrer un camino que odiaba. Odiaba recibir puñetazos en la cabeza. Odiaba el boxeo, que para él no era un deporte sino un acto de supervivencia.

Pero Bent, que había nacido en Londres, que tenía padres jamaiquinos, siguió adelante. Ganó cuatro Golden Gloves y fue cinco veces campeón nacional en la categoría de los pesados. Se convirtió en profesional a los 23 años sólo con un objetivo: irse de la casa de los padres. Pero el profesionalismo era otra cosa. En una pelea con Jerry Jones cayó por nocaut en el primer round. Recibió la recriminación de su padre y otras burlas por la calle. Quiso matarse. Se puso un arma en la boca pero no pudo disparar. No pudo. Evander Hollyfield lo llamó para que sea su sparring. Pero necesitaba conseguir peleas. Y cuando las consiguió encadenó diez triunfos hasta ganarle el título de la Organización Mundial de Boxeo a Tommy Morrison. Era 1993, tenía 28 años.

Bent no quería boxear, ni siquiera como campeón. Y desde la cima, sobrevino la caída. No fue sólo la derrota en su primera defensa del título, contra el británico Herbie Hide, fueron los golpes que lo dejaron en coma. Su padre estaba en Florida. “Dejen morir al chico del coágulo”, dijo. A los cuatro días, Bent vio una luz. Había despertado. Un neurólogo avisó que un golpe más lo mataría. Tenía que dejar de pelear. Lo que para algunos boxeadores podía considerarse un fracaso, para Bent era una puerta a la libertad. Ya no había excusas. Se compró una casa en Pensilvania, se inscribió en un taller de escritura y publicó un artículo sobre lo que significaba estar en la lona: “Anatomía de un nocaut”. El director Michael Mann lo eligió para que hiciera de Sonny Liston en Ali. Clint Eastwood lo llamó para que fuera asesor en Million Dollar Baby. También le dio un papel en la película. En su reinvención, llegó a Broadway: escribió y dirigió una obra de teatro. Se hizo amigo de Mickey Rourke, que quiere saber más de boxeo. Bent quiere saber más de actuación. 

¿Eso es el fracaso?

“Mi padre nunca quiso enseñarme, quiso dominarme”, dice Bent. Su historia es el primero de los ocho capítulos de la serie Losers. Se puede ver en Netflix en días de aislamiento social. Dura veinticinco minutos. Su relato impacta todavía más ante las revelaciones del tenista Guillermo Pérez Roldán, que por primera vez contó sobre los golpes y maltratos que recibió de Raúl, su papá entrenador. No sólo se trató de violencia física, como le contó al periodista Sebastián Torok en el diario La Nación, también fue económica: una estafa de sus padres lo dejó sin dinero al final de su carrera. Expone su dolor, pero también todo lo que se activa en esos mandatos paternos, en la obligación a ganar, en la proyección sobre los hijos de lo que esos padres quisieron -y no pudieron- ser. Pérez Roldán escribió el domingo pasado su propio Open, la autobiografía de Andre Agassi, un tenista de su época, incluso un rival, que también sufrió un padre que le exigía ser el número uno, que hasta le daba pastillas para mejorar el rendimiento. Como Bent al boxeo, Agassi odiaba el tenis.

Hugo Lamadrid no sufrió maltratos paternos. Pero convivió con el mandato del fútbol, el de ser campeón, el de llegar, el de jugar aunque el tobillo estuviera roto. “¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para demostrarle qué cosa a quién?”, se pregunta con dolor en Lamadrí, el renacido (su libro, publicado por Editorial Al Arco) mientras cuenta cómo lo inyectan para seguir jugando con Racing partidos de Copa Libertadores. Al año siguiente se iría de Racing. Daría vueltas por distintos clubes y se retiraría en Douglas Haig, que le pagó una deuda con rifas. Su renacimiento fue el humor. En Twitter es irónicamente El Triunfador. También el Volante Central, el que no llegaba para el festejo de los goles del equipo. Su historia también es la relatividad de la idea de fracaso. O del éxito. 

No todos hacen todo por ganar. No todos los padres son el padre de Bent, el padre de Pérez Roldán o el padre de Agassi. Pero el sistema que divide a los winners de los losers funciona muy parecido a ellos. La libertad de Pérez Roldán consiste hoy en poder hablar. Como el libro de Agassi también fue una forma de perdonar. Bent encontró la felicidad después de un nocaut, en la derrota. Ya se había agregado una T al apellido, otra forma de alejarse de su padre. Su nombre es Michael Bentt.