AQUEL TIEMPO, EL PRIMERO 
Mientras el chorro de sangre negra que se desliza por la cuneta llega a la alcantarilla, el teniente Imanol Petafunte recuerda, entre otras cosas, el aguacero, la tarde oscura derritiéndose en el azaroso calor, cuando de repente la lluvia, con disciplina militar, empezaba a caer desde un cielo nublado y negro como una pesadilla. El teniente no puede evitar la nostalgia generada por el agua brevemente iluminada por las luces de neón. Trata de mantenerse sereno aunque sabe de antemano a lo que tendrá que enfrentarse. Entre los curiosos, un cadáver en el pavimento.
Petafunte pregunta por el médico legista. Con indiferencia simulada observa el bulto cubierto por una sábana manchada de sangre que da la sensación de haber sido colocada más para proteger al cadáver de la lluvia que para cubrir el asunto. El agente Aceituno le aclara que el doctor ha llegado hace un rato y que subió a revisar a una muchacha en el apartamento, allá arriba. Petafunte asimila la información como si se tratara de un ejercicio de álgebra. Aceituno se marcha con las instrucciones de su superior, que procede por las escaleras inmediatamente. Respiración agitada. Una puerta entreabierta: muebles viejos, estantes con libros amontonados, flores podridas; a mano izquierda, un comedor con tres sillas y en una de ellas, Sera Peñablanca reposando con el pelo mojado y recogido, una toalla sucia tirada de cualquier manera sobre sus hombros.
—¿Cómo estamos? —suelta Petafunte a quemarropa.
El doctor Gideon evidencia la llegada del teniente y le susurra a la muchacha unas palabras de aliento a modo de despedida. Gideon posee voz fuerte, contextura delgada, gestos pausados y delicados, acordes con los de un pediatra, extraños en un hombre que se pasa la vida entre cuerpos fríos y sin vida. Tomando al teniente por un brazo, explica que el muchacho había secuestrado a la joven o algo parecido: ella dice que estaba drogado, que quería violarla, que iba a pedir una recompensa; luego se desesperó y llorando se tiró por el balcón, como loco. Petafunte busca con la mano derecha una libreta en los bolsillos del impermeable amarillo y va dejando caer unos «ajá», «muy bien», «de verdad», de una manera nada audible, como para él, para tragárselos, creérselos. Encuentra al fin la libreta y pregunta por el muchacho muerto como si él lo hubiese parido. Gideon, mariconísimo, le presta un bolígrafo rojo y le precisa que al muerto solo le echó un ojo, luego los agentes le indicaron que arriba quedaba una joven con la que él decidió trabajar primero porque el otro, ya no iba para ninguna parte. Petafunte nota la media sonrisa como arruga en la cara flaca y larga de Gideon. Le devuelve, junto al lapicero, una mirada seria. Da uno, dos pasos al frente para dirigirse hasta la joven, que en ningún momento ha levantado la vista. Luego voltea hacia el legista por última vez.
—Yo creía que usted solo bregaba con muertos —señala Petafunte a Gideon, en tono de regaño.
—La muerte la conozco, me apasiona; sin embargo la vida representa algo mucho más interesante, aunque en verdad bastante triste —responde el legista para justificar su presencia al lado de la muchacha, todo ello con un marcado acento alemán.
* * *
Gustaff Castratte recibe la noticia de la muerte de su hermano Renato como un chapuzón en una alberca de limonada frozen; quizás por eso se encoge en el asiento del autobús que lo lleva a la capital, o tal vez porque en la guagua está haciendo un frío del coño y el chofer se niega a apagar el aire acondicionado. Los asientos huelen a vómito, a fritura, a niño cagado. Él se ha jurado no volver a viajar por Caribe Tours pero no había tiempo que perder; el tipo de la pensión le dijo que lo estaban llamando de emergencia, debía partir inmediatamente, algo terrible había pasado con su hermano. No atinó a preguntar el nombre de quien había llamado, no le interesaba devolver la llamada. Otra vez camino abajo, a ponerse triste mirando letreros descascarados, señoras con palanganas de semillas tostadas, mangos y pastas de dulce de leche.
Los aguaceros no paran y ya se sienten los primeros vientos. Una muchacha con menos de veinte años, preñada como de cinco meses, comienza a vomitar en el asiento del lado. «La muerte de Renato es un impacto de relámpago niquelado. Perder a un hermano equivale a que te corten una extremidad y no pudieras articular una lágrima. Tendré que enfrentarme a tu boca callada, seria. Lo absurdo de tu muerte me impide enterrarte en mi pecho». La peste a vómito se torna insoportable y la muchacha mira alrededor con ojos de que se muere, de que alguien, por favor, le regale una servilleta, de que está arrepentida. «No te puedes morir así, coño, a ti hay que levantarte en brazo de flor que amargue, llevarte a una playa». Cuando el bus se aproxima a la culta, olímpica y carnavalesca ciudad de La Vega, un borracho empieza a maldecir al gobierno, al chofer, a todo aquel que se atreva a mirarlo. Una señora se apiada de la muchacha embarazada, que cuenta su vida y sus penas, y la doña le pregunta muy evangélicamente, que si cuando ella estaba singando con el papá del muchachito no pensó en nada de esto, que ella, a pesar de ser evangélica, recomendaba el uso de condones cuando la tentación de la carne superaba a la voluntad. «Cuando llegue a la ciudad tropezaré con corales, necesitaré un diluvio inequívoco y quizás así, entre llanto y pleamar, llegue a escupir el bloque de pena que crece en mi garganta». Entre los pasajeros que van hacia la capital, se encuentran los miembros de una familia boricua de Toa Baja, que viene bajando antes de tiempo desde el «fin de semana todo incluido» en Playa Dorada por el alerta de huracán; cayeron en el gancho de la porquería de autobuses de Caribe Tours porque, según les dijeron en el hotel, era más barato y seguro que alquilar un carro. No paran de exclamar «Ay bendito», y miran el vómito, y miran a la muchacha, y respiran el vómito, y cruzan una mirada entre ellos, y murmuran por lo bajo, y ven el vómito, mientras la nena, que aprecia el paisaje verde azotado por el viento, padece la resaca nauseabunda de los B52 y Kamikazes que le regalaba el morenazo que hacía de barman en la discoteca del hotel todo incluido —«qué chavienda que tengan que volverse para Puerto Rico»—, y trata de taparse las piernas porque el aire acondicionado enfría mucho y no quiere que al cruzarlas le puedan vislumbrar su canto, su parte más húmeda; todo ello al tiempo que su madre, aferrada a una estampa de la virgen, jura y rejura en spanglish no volver jamás a esta isla. «Maldiciendo la muerte de mi hermano, odiando la tierra que lo recibe con contundente apatía, culpándome por no haber estado presente en su última hora; de seguro fuiste hermoso, coño, en el momento verdadero y esa belleza me llena de esquinas y me convierte en un oso triste. Hoy se ha roto una promesa, pierdo a un hermano como se pierde un hijo, y no puedo llorar».
La última conversación entre los hermanos consistió en un accidente lleno de silencios. La llamada la realizó Gustaff, el mayor, esforzándose en describir el clima y hablando de nostalgias. Poesía. Cada una de sus palabras iba arropada con una leve capa de remordimiento por haber dejado a La Buela enferma, mientras Renato, del otro lado de la línea, deseaba que el hermano se acabara de ir a la mismísima mierda de una buena vez. De todas maneras Gustaff insistía en hablar y Renato claudicó, y le dio noticias de la vieja: describió con detalle la resequedad de su garganta, su sufrimiento por la reuma en las coyunturas, las fiebres que periódicamente la asaltaban, los delirios de cayenas colgando de aeropuertos que padecía en las noches de insomnio, el mareo debido a un complejo sistema «meteorológico» basado en dolores de rodillas y picazón en las cicatrices. Renato visitaba a La Buela todas las tardes para que la muchacha flaca que la cuidaba pudiera asistir a la escuela pública. De repente, en medio de dichas visitas, la vieja se iba en un viaje de insultos delirantes hacia Gustaff por lo ingrato que había salido, y al mismo tiempo, idolatraba las fotos de cuando era chiquito, vestido de marinero, las primeras fotos a color, «y mira, aquí apareces de vaquero, el cumpleaños número cuatro».
Angustiado por el reporte que escuchaba, Gustaff interrumpió el recuento de calamidades padecidas por La Buela y aburrió a Renato con un poema que hablaba de piscinas llenas de alacranes, mientras las efemérides solitarias destrozaban la inmensidad virgen de un rocío joven que apenas tartamudeaba. Luego rogó para tener noticias de Lubrini, de Candela, que en qué andaban. Del otro lado de la línea, Renato se encojonó, colgó el teléfono sin despedirse, sin mencionarle a su hermano mayor el nombre de aquella joven abogada llena de enigmas y sentimientos inéditos para él.
* * *
Para llegar a casa de Lubrini, Candela atraviesa con serenidad la ciudad, a pesar de que la tarde se ha llenado de cocoteros que se doblegan por el efecto de los vientos huracanados, anunciando el desastre. Fue mandada a llamar por el pleno conformado por: Doña Caridá —la madre de Lubrini—, experta en llorar todo el tiempo; el Sublime Coro de las Mamasijaya; y el padre —en minúscula—, personaje incapaz de opinar sobre tema alguno.
Al entrar a la vivienda, Candela se enfrenta a un escenario conocido: frascos de antidepresivos aquí y allá, manuales de remedios caseros, velas, velones, imágenes paganas de Nuestra Señora Madre del Manto Azul Estrellado y Gran Comandanta de los Ejércitos Vigilantes, diagnósticos que se repiten en voz alta como una letanía. Candela vive convencida de que Lubrini lo que en verdad necesita es un buen par de fuetazos con un güevoetoro para que deje de joder. Se aferra al olor de un pañuelo perfumado con berrón y alcanfor, sube a las habitaciones sin saludar a nadie. Entra sin problemas al primer cuarto que encuentra en el pasillo, la puerta no tiene trancas y ahí comienza la magia: Lubrini, un ser insoportable enfundado en una complexión llena de músculos tensos, sin estrías, un saco de costillas, una cara volátil de ojos cadavéricos, antebrazos que se van enflaqueciendo, una pelvis inservible.
Candela intenta oraciones y conjuros pero una vez más se resigna a enterrar sus uñas en las paredes y abre, pudorosa, las piernas que terminan en unos pies sudados y con restos de lodo. Lubrini sale de su abstracción, susurra dolores ininteligibles. Se arrodilla frente al olor verde almirante, toca las rodillas, descubre el triángulo crespo, mientras Candela mira la cuadrícula del techo que pareciera a punto de caerse, desea navegar por entre las telarañas que soportan la pintura que se desata, se acaricia una teta dura y suficiente, tiembla, suda, la piel se le eriza consciente de que es inevitable querer morirse de placer mientras la lengua asesina, que recita poemas cubanos con acento, se agita y sabe muy allá en el fondo el daño que realiza, que ha llegado a la llaga, y por último da un lengüetazo de furia que condena a la tarde, así como al orgasmo de Candela, a morir lentamente. Lubrini se voltea y deja correr una lágrima fina mientras observa a la morena arreglarse los pantis para irse sin decir adiós. La negra culipandeá baja las escaleras deseando que por más ciclones que vengan, el vaso comunicante con Lubrini no se corte. Doña Caridá se le atraviesa antes de salir, le pone la mano en el hombro.
—Candela, por lo más sagrado, danos una esperanza —ruega la doña, con un rostro serio y triste, a la vez. La morena recomienda comprar más velones y flores, poner horasantas en agenda y rezar todo lo que mande el Manual de Sufrimiento Interurbano. Mira al Coro de Hermanas que grita y gira sin tregua alrededor de un equipo de música puesto a todo volumen.
—Apaguen ese aparato, lo que menos necesita Lubrini es música; la música lo distorsiona todo, con este tiempo puede descojonarle el alma, dejársela en carne viva —señala la morena, tirando el portón sin mirar atrás.
Desde el ventanal Lubrini ve a Candela marcharse. Ya no puede seguir escribiendo, le han jodido la tarde. Las Hermanas empiezan a cantar merengues antiguos, sabrá el cielo de dónde coño han sacado esa música. Así nadie se puede concentrar. A este paso nunca le permitirían terminar su gran obra. Habrá que irse para el carajo, no queda otra. Decide echar la siesta entre tanta inmundicia para dedicarse a soñar con la muerte, cositas que escribirá mañana. «Hombres sujetando un cuerpo con ambas manos. Lo desnudan como si fuese un regalo mientras cuatro muchachas hermosas para la ocasión fingen dormir seguras, repartidas entre el piso y una colchoneta. Una de ellas, abogada, pretende ser virgen por alguna estupidez; en lo adelante la abogada encarnará la increíble hija de la gran puta, tan menuda, tan diligente, tan desconocida, tan linda. Con su pelo fino y suelto hasta la cintura, prepara a un pobre infeliz para que caiga sin maromas ni acrobacias. Luego entregará la cabeza sonriente y sangrante en una bandeja de madera adornada con papas salteadas, vegetales al ajillo y una ensalada de espinacas con tomate en aderezo de miel, pasas, vinagre balsámico y aceite de oliva extra virgen».
* * *
Sera Peñablanca —hija de Doña Iluminada y prometida de Luciano L. Maravilla— tirita de frío en una de las tantas oficinas con aire acondicionado del Palacio de la Policía Nacional. Tiene la ropa húmeda, se encuentra un poco descompuesta pero para nada pierde el glamour de la joven abogada graduada fuera del país y con dos idiomas sin acento. Para entretener el tiempo recuerda a pedazos el sueño que tuvo horas antes, cuando dormitaba en el piso del apartamento con el estúpido de Renato. «Va cabalgando por un camino estrecho, sus pezones desnudos responden a las suaves corrientes de un aire tranquilo. El sol no quema. No escucha los pájaros pero sabe que están allí, que si alguien dijera «tócalos», podría hacerlo. Llega a una pequeña fuente, ha estado allí antes, en ese mismo sueño. Sus ojos descubren un pequeño columpio de madera. Una tristeza fina como de cristal invade su sangre y en ese momento llegan Los Morenos, cuatro tipos como de piel eléctrica y cuerpos brillantes. Los pocos rayos de luz que le quedan a la tarde dibujan sus músculos tensos, perfectos. Se acercan, empiezan a tocarla con una violencia que inspira ternura. (…)