Las elecciones que tuvieron lugar en Bolivia hace poco menos de un mes ya son historia, fagocitadas por la cadena de acontecimientos que configuraron el golpe de Estado, pero tuvieron un resultado, que en la Argentina fue considerablemente abultado a favor de Evo. Si bien el polémico informe de la OEA sobre las irregularidades en la votación puso el foco en algunas de las mesas dispuestas en nuestro país, Morales obtuvo una diferencia abrumadora en la comunidad boliviana radicada aquí: según los datos oficiales, sumó 78.226 sufragios sobre un total de 98.458 ciudadanos bolivianos que votaron, es decir, el 82,5 por ciento.

Una primera radiografía de esa comunidad en la Argentina muestra, entonces, que los partidarios de Evo son amplia mayoría. Lo atestigua la multitudinaria marcha que unió el lunes el Obelisco con la embajada boliviana. Y la búsqueda de testimonios para esta nota replicó esa ecuación. Son días de tensión en el país hermano, pero también lo son para los residentes en la Argentina. Si su peso electoral es importante (sufragó aquí casi la mitad de los 198.619 que votaron en el extranjero), no lo es menos su peso simbólico.

La boliviana es la segunda población migrante más importante de la Argentina, después de la paraguaya. Según el Censo 2010, son 345.272 los bolivianos radicados en el país. Eran 233.464 en el de 2001, pero las políticas tendientes a facilitar su inserción social plena, como el Plan Patria Grande, permitieron que, desde 2006, más de 100 mil bolivianos regularizan su documentación. En cualquier caso, organizaciones de la colectividad calculan que sus compatriotas en el país superan largamente el millón.

Las primeras oleadas migratorias llegaron a principios del siglo XX, con los trabajadores golondrina que cruzaban la frontera para trabajar en la zafra, pero a partir de la década del ’60 se generalizó en otros cultivos, también en la vendimia en Mendoza. El propio Evo estudió en una escuela de Campo Santo, en Salta, mientras su padre trabajaba en un ingenio azucarero. Más tarde comenzaron a establecerse las primeras quintas en el segundo y tercer cordón del Conurbano. Allí, en los partidos de La Matanza (en Villa Celina, sobre todo) y Tres de Febrero (Ciudadela) y en los barrios del sur porteño, como Liniers, Villa Lugano o el Bajo Flores, viven seis de cada diez bolivianos en el país.

La proverbial apertura migratoria argentina sufrió un retroceso cuando, en enero de 2017, Mauricio Macri firmó un decreto modificatorio de la Ley de Migraciones para acelerar la deportación de extranjeros que cometieran delitos. Los comentarios xenófobos de varios funcionarios y la información falsa sobre la tasa de detenidos extranjeros por causas de narcotráfico divulgada por la ministra Patricia Bullrich terminaron de configurar el clima de estigmatización. Ahora, los bolivianos en la Argentina miran desde lejos cómo se resquebraja la democracia en su país.

«Evo nos devolvió la confianza y la dignidad»

Caiguara tenía 8 años cuando llegó a la Argentina desde el cantón Pancochi, departamento de Potosí, de la mano de su padre, en el ’75. Había fallecido su mamá y la familia buscaba un nuevo rumbo. Pasaron por Jujuy, luego Mendoza, hasta que se instalaron en la zona norte del Conurbano, donde hoy Oscar es un promisorio comerciante. A los 52, dice, está dispuesto a partir hacia su Bolivia natal para hacer frente a los golpistas.

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«Vivíamos en el campo, a tres días de Potosí. No había vehículo, nada, sólo mulas donde llevábamos nuestros productos para canjear o vender», recuerda. En Pilar, trabajaron en una quinta durante décadas. Ahora Oscar y su familia tienen una verdulería, un maxikiosco y una librería. Y él preside la Cooperativa 2 de Septiembre, que cuenta con más de 300 socios y administra un mercado concentrador de frutas y verduras en Pilar. «En Bolivia –reflexiona Caiguara– veníamos de un Estado deplorable, devastado, no había de qué trabajar ni escuelas para estudiar. El carisma y el amor que el hermano Evo le ha dedicado a nuestro país está a la vista de todos. Nos ha devuelto la confianza y la dignidad. Y lo que está pasando ahora es muy preocupante. Me da impotencia y y bronca que sea traicionado por aquellos jóvenes que hoy son policías y o están en las fuerzas armadas que el mismo Evo equipó, pero para dar seguridad a la nación y protección al pueblo».

Con la voz entrecortada, Oscar dice que «aquí, en Pilar, estamos en vigilia, organizados junto a otras asociaciones civiles y grupos folklóricos viendo el modo de viajar y proveer de alimentos y ropas a nuestros hermanos senadores, diputados y funcionarios que la están pasando mal. No es fácil tomar la decisión de ir sin saber qué te vas a encontrar, y dejar a tus hijos. Es la familia o la patria. Ojalá se solucione todo pacífica y democráticamente».

«Posicionó al indio como sujeto político»

«A nosotros todo esto nos pega muy fuerte, somos hijos del 2001 y del 2003, yo estaba acá en 2001, y mi compañera en El Alto, en 2003», dice Juan Vásquez, 38 años, trabajador textil y activo militante contra los talleres clandestinos que en Buenos Aires suelen someter a trabajo esclavo a cientos de sus compatriotas.

Llegó desde La Paz a los 9 años, con su mamá, que inevitablemente «cayó» en un taller. Cuando logró salir de esa situación, con mucho esfuerzo, puso su propio negocio de costura, donde también Juan aprendió el oficio, al tiempo que estudiaba y comenzaba a comprender las implicancias de aquel castigo. «El incendio de Luis Viale, en 2006, fue un choque para nosotros, y ahí nos empezamos a organizar, pasamos de la denuncia a la praxis». Hoy Juan integra el colectivo de jóvenes bolivianos Simbiosis Cultural y también es parte de la Cooperativa Textil «Juana Villca» (así llamada por la joven embarazada que murió en el siniestro), que emplea a 40 personas en Ciudadela. Entre otras iniciativas, Juan movilizó el primer paro de migrantes (en la foto, junto a su hijo Julián), en 2017, en respuesta al DNU xenófobo de Macri.

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«No hubo gobierno mejor que el de Evo –concede Vásquez–, con todos sus errores programáticos no hubo otro mejor, y eso no se lo van a perdonar. Todos estos años se fue alimentando en Bolivia el odio de clase, que tiene su raíz en el rechazo a lo aymara, lo quechua, lo andino. En La Paz, los propios hijos de kollas reclaman que no estén en los ámbitos de gobierno. Evo posicionó al indio como sujeto político, emplazó un símbolo tan poderoso como la whipala, que antes quemaban en la plaza principal. Ahora la indiada se está levantando, pero todo se ve muy difícil».

«Como compañeros campesinos, nosotros vamos a apoyar hasta que vuelva»

Graciela Apaza Mamani tiene cinco hijos: Raiza, Guisela, Wilder, Danner y Alex, y todos son Apaza Apaza, pues ese es también el apellido de Rogelio, su esposo. Trabajan la tierra, es lo que saben hacer. Una hectárea que arriendan en el paraje Poblet, en las afueras de La Plata. Siembran pimientos, tomates, berenjenas. «Antes siempre hacíamos lechuga, espinaca, pero ya no. La mantecosa se puede quemar, es un riesgo. No es que la verdura grande rinda más, pero la cosecha es segura», dice Graciela, y posa con sus plantas de morrón.

Tiene 33 años y llegó hace diez desde El Alto. «Estaba recién entrando el Evo cuando nos vinimos, pero ya se notaba que empezaba a mejorar la vida en Bolivia. El peor momento fue con Sánchez de Lozada, en 2003, no se podía vivir allá. Después yo he ido, tengo mis tíos y mis tías allá, mis primos, la última vez en julio de este año, y he visto los caminos, las escuelas, ahora llega la luz al campo, que antes no había. Viajé en el teleférico, es todo bastante increíble. Por eso es tan doloroso para nuestros hermanos y nuestras hermanas lo que están pasando ahora. Desde aquí lo vivimos con mucha preocupación, muy tristes».

Graciela sólo pudo terminar la escuela primaria. «Me hice de marido muy jovencita y ya tuve que cuidar a los hijos», explica. Está «agradecida» a la Argentina, dice, pero ahora la está pasando mal. «La gente laburadora siempre labura, pero la inflación nos hace sufrir mucho. Nuestra verdura no se vende cotizada en dólares, se vende en pesos, estos años ya nos cuesta comprar las semillas, y nuestro trabajo ya no cubre lo necesario. Antes nunca nos había faltado para comer y se podía ahorrar un poquito. Ahora no, hay que limitarse en todo. Carne, un asadito, nunca más, primero hay que pagar el alquiler, la cuenta de la luz».

«Como compañeros campesinos –cierra Graciela–, queremos que vuelva Evo. Nosotros vamos a apoyar hasta que vuelva».

«Nuestro país no quiere ser ni Cuba ni Venezuela»

“No es un golpe”, asegura Maritza Durán, 41 años, pedicura de Parque Avellaneda, y describe la renuncia de Evo Morales como “abandono de hogar. Si se van todos, alguien tiene que hacerse cargo. Y eso es lo que está haciendo la presidenta, ordenar las cosas, con el objetivo de llamar otra vez a elecciones”. ¿Podría Evo participar de esos nuevos comicios? “Y no, tendría que traer a otro candidato”.

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Como toda su familia, Maritza siempre se las rebuscó. Su papá llegó de Potosí en el ’85 como albañil, pero luego se hizo plomero, gasista. Ella vino un año después, a los ocho. Es peluquera, pedicura, masajista, ahora está haciendo un curso de reiki, y además le va muy bien cosiendo: le piden que confeccione coloridos trajes y accesorios para una fraternidad del barrio que integra y en la que bailó hasta hace muy poco.

Es madre soltera, tiene una nena, y su mamá sigue viviendo en Potosí. Cuenta que fue a visitarla poco antes de las elecciones, porque estaba enferma de la vesícula, “y que el sistema de salud anda muy mal en Bolivia. Hubo un paro de médicos y estuvimos desesperados, pero al final se pudo operar. Pero ya estaba mal el clima en septiembre. Evo hizo muchas cosas buenas, pero con el tiempo lo dominó el poder, quiso ser el rey. No es cierto lo que se dice del racismo y la discriminación, por lo menos no en Potosí. Lo que pasa es que el pueblo boliviano no quiere ser ni Cuba ni Venezuela. Ojalá que reine la paz en nuestro país”.