Quizás la tal Felicitas Beccar Varela, una mujer con patente de corso expedido por Juntos por el Cambio en el Senado bonaerense, sea recordada a raíz de una sola frase: “El gobierno quiere liberar a los presos para formar patrullas que amenacen jueces y expropien el capital, con el propósito de fundir empresas y luego estatizarlas”. No le fue a la zaga la jueza quilmeña Julia Márquez, quien mintió con alevosía al asegurar la excarcelación de 176 violadores en el marco de la pandemia de Covid-19. Lo cierto es que ambas doñas son la expresión más disparatada de la campaña opositora contra el Poder Ejecutivo nacional, atribuyéndole siniestras intenciones. Lo notable es que tales embustes, junto con otros difundidos desde la prensa y las redes sociales, hayan llevado a la masa ovina de la población al cacerolazo del jueves. Una ofensiva criminal, porque, dadas las circunstancias, las cárceles son ahora una bomba biológica en potencia. Y agravada de modo dramático por los efectos que dejó el afán punitivo del régimen macrista, que exigía a sus hacedores –fiscales y jueces– mano dura, acusar por las dudas y condenas sin pruebas. Es, desde luego, una fatalidad constitucional que ahora tengan justamente ellos –y no el gobierno– la potestad de descongestionar las mazmorras del Código Penal.

Las estadísticas son irrefutables. Tomando por muestra la provincia de Buenos Aires, la ex mandataria María Eugenia Vidal supo encarcelar a 13 mil personas, la mayoría por narcomenudeo (pequeños dealers y consumidores), una hazaña de la cual solía jactarse. De manera que –según un informe de las actuales autoridades– los presos del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) pasaron de 37 mil a 50 mil, creciendo asimismo la tasa a 308 internos por cada 100 mil habitantes, cuando hasta entonces era de 247 (con una media nacional de 193). Y con una sobrepoblación del 110%, sin que se construyera infraestructura alguna para absorber semejante aluvión.

En tal contexto se da la discusión por las excarcelaciones y los arrestos domiciliarios, que no incluye al 6% de presos por delitos sexuales ni al 5% de homicidas ni a los acusados y/o condenados por robo a mano armada.  

En lo jurídico, los 19 defensores generales de la provincia insisten en su pedido de que los presos por delitos leves y no violentos salgan de los penales, ya sea excarcelados o con domiciliarias, en conformidad al fallo de la Cámara de Casación Penal bonaerense del 9 de abril. Pero esa acordada mereció una apelación por parte del fiscal Carlos Altuve, quien la considera de “extrema gravedad institucional”, con el agravante de su “falta de fundamentación”. Y ello dio pie a un farragoso debate entre las partes, con la consiguiente parálisis resolutiva de los jueces de ejecución, quienes tienen a su cargo la capacidad de decidir cada caso. No obstante, el 22 de abril, el juez de la Casación provincial Ricardo Borinsky firmó un fallo categórico en el que les dijo a los magistrados que tienen que suscribir todas las excarcelaciones y prisiones domiciliarias de quienes tienen más de 65 años o están enfermos, las mujeres con hijos chicos, las embarazadas y los presos que ya cumplieron gran parte de la condena. Habría unas 3000 personas en esas condiciones. Pero los jueces aún se muestran remisos en cumplir. Una actitud que se extiende a los magistrados de otras provincias y también a la órbita de los tribunales federales. Por lo tanto, no es una exageración decir que un gran segmento del Poder Judicial es parte del problema. No en vano es trata del cateto más monárquico de la República.

Prueba de aquello es la situación en las cárceles de Santa Fe. Bien vale explorar dicho escenario.

El conflicto se desató el 13 de abril en la cárcel de Coronda –donde hay 1600 internos– con una medida de fuerza pacífica que consistió en el cese de actividades laborales por, digamos, un conflicto de intereses entre el Servicio Público Provincial de Defensa Penal (SPPDP) y la Corte Suprema de Justicia local, puesto que la defensora general Jaquelina Balangione está casada con el presidente del máximo tribunal, Rafael González. Tal vínculo, ya en tiempos normales, no favorecía la defensa técnica que el SPPDP debía ejercer, porque tal labor solía ser funcional a los intereses del Poder Judicial. Pero, además, la doctora tomaba decisiones sobre presos con abogados particulares y también con quienes estaban alojados bajo la órbita de la Justicia federal.

Todo se agravó al suspenderse las visitas transitorias por la pandemia, sin que dicho beneficio fuese compensado por arrestos domiciliarios hasta la finalización de la cuarentena, además de postergarse por tiempo indefinido las excarcelaciones por condenas cumplidas, al igual que las libertades asistidas y condicionales ya firmadas por los jueces de Ejecución. Esos congelamientos fueron debidamente avalados por la defensora oficial.

Desde entonces hubo una mesa de diálogo con más de seis encuentros entre la titular de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia, Lucila Puyol; el director de la unidad, Andrés Luraschi; el titular de Asuntos Penitenciarios, Walter Gálvez; y los delegados de los presos. Pero sin la presencia de jueces, quienes son los responsables de no resolver la cuestión.

Tanto es así que el lunes pasado comenzó una huelga de hambre con el acatamiento de 800 internos, medida que se extendió a la cárcel de Piñero (con mil presos plegados) y a la Unidad 3 de Rosario (con 400 huelguistas).

Ante el cariz de los acontecimientos, la defensora general tuvo al final a bien suscribir un hábeas corpus colectivo. Pero sin que lo jueces revirtieran su inacción. Una estrategia que en la jerga policial de denomina “poner palanca en boludo”. Nada menos oportuno en medio de una pandemia mundial.