El regreso ya transcurrió por la primera semana formal. Corrientes y Dorrego es una esquina extraña para un festejo desbordante, el principio de un desahogo fenomenal. Desde que dejó de mostrarse como un sendero colonial, solía ser un sitio cercano al silencio y la tristeza del cementerio próximo, o a los humores futboleros que llegan desde la cancha de Atlanta. Tal vez sea otra de las paradojas de la salida de la angustia de estos cuatro años. Otro símbolo del regreso tan ansiado.

Duró cuatro años. Debió correr el karma del tercer mandato progresista (o del cuarto trunco, como se quiera ver) que aquí ocurrió con el kirchnerismo; en Brasil con el PT, aunque terminara en un golpe; parecería que el pueblo uruguayo se lanzará a la cruel aventura de la derecha tras tres lustros del Frente Amplio, sin detenerse en el ejemplo argentino; también lo padece Evo en Bolivia, a pesar de (probablemente, justo por ello) haber liderado una revolución pacífica extraordinaria para un pueblo como el suyo. Después, este “impasse”, la caída al abismo que desde un principio, el ciudadano que suscribe esta columna avizoró (detesta que se haya cumplido) que tendría un epílogo de tierra arrasada. Tal vez el tenor de todo viaje de ida (que suele despreciar el valor del regreso) requiera que se desbloquee el contenido de una fabulosa energía retenida en cuatro años de aguante, de supervivencia, de pérdidas, de angustias, de nudos en el pecho y que transforme en esperanza, en festejo y en acción.

En definitiva, todo regreso implica un nuevo comienzo.

El regreso de la alegría, un regreso con alegría. Porque hay regresos y regresos. Esa grieta que, por ejemplo, simboliza un eventual retorno a la casa de los viejos: se puede volver de muchos modos, reconfortantes y contenedores, o, como en el tango, traumáticos, obligados, dolorosos. El regreso de las vacaciones, a clases, a las obligaciones, a los lugares indeseados no equivalen a la vuelta a un viejo amor, a un libro ya leído o al encandilamiento por uno nuevo, a saborear esas milanesas extraordinarias, a escuchar de vuelta el disco preferido: o, simplemente, volver una y otra vez al disfrute de sonidos indispensables, instantes inigualables, únicos, como la forma en que la Negra nos dice, nos sigue diciendo, “cómo te explico…” en el comienzo de “Soy pan, soy paz, soy más”.

Que se puede volver a los 17 o con la frente marchita. Que hubo retornos a la democracia y varios al neoliberalismo. Que no es lo mismo el regreso de sinvergüenzas, estafadores inescrupulosos como quien fuera el primer propietario de este diario, que luego no tuvo empacho ni tapujos en dejarnos a cientos de trabajadores colgados de un mouse, que la vuelta a la ilusión del trabajo, de que paulatinamente se vuelvan a levantar las persianas de las miles y miles de pymes y de empresas cerradas en estos años. Que la vuelta de un gobierno nacional y popular no es igual a la que proclama Martiniano Molina (incluido el latiguillo robado) o el de otros que transitaron por algún sector de la oscuridad (o por toda ella) de estos cuatro años y ahora no tienen remilgos en cantar la marcha, como si no hubieran sido partícipes o, al menos cómplices, de la inflación, el desguace, la represión, el cipayismo, las devaluaciones, el hambre, la muerte, la soberbia, el cinismo, los globos amarillos…

Se celebra el regreso de la militancia, la recuperación de la política, las miradas con justicia social, la postura regional con carnadura en aquél No al Alca, la educación y la salud pública, la industria local, el empoderamiento de los derechos, la cultura popular, entre tanto rudimento básico de una mirada nacional y popular. Con la conciencia de que se debe reconstruir desde las ruinas y que, como suele decir Hebe, “la lucha nunca es un rato”.

No produce estupor ni sorpresa que los medios hegemónicos vuelvan a demostrar que son parte del poder real (nunca hicieron otra cosa) y que, como tales, envían mensajes mafiosos (con pinta de órdenes) al gobierno electo, como ocurrió estos días, por caso, con la “sugerencia” estadounidense de cumplir con el Fondo, cuando los que regresan tienen prioridades bien distintas y más enaltecedores cumplimientos.

Unos y otros son regresos para ponerse de la cabeza.

Porque en los últimos tiempos, nos habíamos habituados a aventar la intriga de qué tenían nuestros gobernantes en la testa. Durante los últimos cuatro años las respuestas rondaban en esas imágenes de cascos amarillos que reflejaban falsos mensajes de esforzado trabajo. También en el regreso recurrente de las gorras de los Chocobares, que impusieron como ejemplo y como doctrina. Pero, rápidamente, como un soplo de aire fresco en este retorno a mejores tiempos y como contraposición crucial de intereses (otra vez la dichosa grieta), surgió esa imagen fuertemente emblemática del país más deseado: la de un presidente electo con la visera de la gorra para atrás, como la usa Braian, quien se encuentra a su lado. La gorra de ese pibe discriminado por tantos malnacidos, que si no vuelven es porque nunca se han ido. Esa imagen que personifica a un Estado que se abraza a un perseguido, que contiene una ética y una estética que, ojalá, sea el alma del retorno. ¿Fue una puesta en escena? Sí, por supuesto: esa imagen vale tanto o más que un discurso.

Esa gorra que, sin tener la potencia simbólica ni histórica que el pañuelo de las Madres o la boina del Che, por caso, sirve para reflejar el porqué de ese festejo loco en la rara esquina de Chacarita, y por dónde quieren que vaya la historia esos miles y muchos miles más, casi la mitad de la Argentina, nada menos.

Una historia que los contenga. Esa historia que ahora también ellos deben escribir. «