Ya entrada la noche del miércoles, las adyacencias de la Quinta de Olivos se fueron despoblando de policías sublevados, cuyos patrulleros habían rodeado por horas sus muros perimetrales. Tal escenografía ubicó en un segundo plano el reclamo salarial que originó el conflicto. Previamente, el presidente Alberto Fernández supo anunciar la creación de un Fondo de Fortalecimiento Fiscal, financiado con uno de los puntos de coparticipación otorgados por Mauricio Macri a la CABA. Quedaban unos 400 uniformados en Puente 12, a la espera de lo que Axel Kicillof anunció, una decisión favorable a sus peticiones. Así culminó una de las jornadas más dramáticas del presente.

Su primer signo visible pasó inadvertido. Fue al promediar el domingo, cuando una ex asesora de Patricia Bullrich, la abogada Florencia Arietto, dijo en un programa de TN que La Bonaerense “está viendo hacer alguna clase de movilización”. En ese preciso instante, luego de comprender que había metido la pata hasta la cintura, se deshizo en balbuceos.

El “rechifle” policial se desató en la mañana del lunes.

En distintos sitios del Conurbano se concentraban jaurías formadas por efectivos en actividad, retirados, exonerados, familiares y personajes ilustres, como José Luis Espert, Baby Etchecopar y Juan Carlos Blumberg.

La beligerancia exhibida por los rebeldes era algo primitiva; el conflicto carecía de líderes y no hubo forma de unificar una representación que facilite el diálogo. Sus ocasionales voceros –convertidos en tales solo por el hecho de que algún movilero les pusiera un micrófono en la cara– hilvanaban un relato tan dispar como disparatado. Uno de ellos (el capitán en actividad Mariano Alderete) se refirió a la bronca de la tropa “por la liberación de Lázaro Baez”. Otro (el ex capitán Mariano Díaz, exonerado por indisciplina en 2014) gritaba “¡No somos ningunos golpistas!”. Y un tercero (el ex capitán Sandro Adrián Amaya, exonerado por una causa de drogas) manifestó que no hablarían con el Presidente “si no es con cámaras de la tele”. Pero quien se destacó por sobre sus camaradas de lucha fue el sujeto que se trepó hasta la punta de una antena (el teniente Aldo Pagano, dado de baja por razones psiquiátricas en 2006) para amenazar con suicidarse si el Gobernador no recibía el petitorio.

Pero lo cierto es que el conflicto tiene un asidero a ser tenido en cuenta: la pandemia alteró la recaudación ilegal con la que ellos, en tiempos normales, equilibraban sus magros sueldos.

Cajas tales como los desarmaderos, el juego, la prostitución y los “gravámenes” a locales nocturnos, están absolutamente paralizadas, mientras que otras, como el narcotráfico y la piratería del asfalto, funcionan a medio vapor.

Bien vale evocar en este punto la huelga policial en Córdoba a fines de 2013, la cual se replicó a otras provincias.

Sólo bastaron las revelaciones televisivas de un soplón despechado para que un oficial principal se volara la tapa de los sesos, mientras era arrestado nada menos que el jefe de la División de Drogas Peligrosas, comisario Rafael Sosa. El asunto también volteó al jefe de la policía provincial, Ramón Frías, y al mismísimo ministro de Seguridad, Alejo Paredes. A todos se los acusaba de proteger bandas de narcos y armar causas a personas inocentes. De modo que la interrupción provisoria de la caja del narcotráfico, con la correspondiente merma de ingresos al personal, fue el motor del asunto.

Sus efectos, dicho sea de paso, fueron muy estruendosos, ya que bastó el acuartelamiento de tres mil uniformados para que un número indeterminado de hordas civiles se lanzara a una orgía de violencia con un saldo de casi mil comercios saqueados, además de 200 heridos y dos muertos.

Mientras tanto, los “rechifles” policiales se extendían como una enorme mancha venenosa en La Rioja, Río Negro, Catamarca y Neuquén. Una suerte de foquismo azul, en el cual confluyó una explosiva constelación de factores; entre ellos, el debate sobre la sindicalización del personal, el vínculo de las corporaciones policiales con el crimen organizado y su unívoco poder de graduar el termómetro de la inseguridad, incluso con fines desestabilizadores. En ese contexto, Córdoba fue un caso testigo.

Tanto aquel episodio como el ahora en curso visibilizaron el contrato no escrito entre gobernadores y uniformados (demagogia punitiva a cambio de vista gorda con los negocios sucios), como también el rol gerencial de estos últimos sobre el crimen organizado, sin soslayar su unívoco poder de digitar el termómetro de la violencia urbana. Un original modelo mafioso de gestión.

Allí está depositada su singularidad. En el resto del planeta, las grandes organizaciones delictivas –desde las antiquísimas tríadas de China y la Cosa Nostra, hasta la joven Bratva rusa, pasando por los barones latinoamericanos de la cocaína– poseen un denominador común: su autarquía frente al Estado. Tal condición, no evita que en sus sitios de influencia haya policías corruptos. Pero, en ese caso, ocurre que fueron comprados por la mafia. En cambio, las fuerzas policiales argentinas compran criminales. Ese estilo de trabajo impera desde la noche de los tiempos. Y allí está el huevo de la serpiente.