Esta nota salió publicada originalmente en la Revista Cítrica 

Soy una de las 2942 personas que tiene dengue en Buenos Aires en medio de la pandemia de coronavirus. Y como cada una de las que sufre esta enfermedad transmitida por el mosquito aedes aegypti, observo cómo los medios no se ocupan de la epidemia, cómo las campañas de prevención quedan invisibilidadas y cómo el Covid-19 relega esta otra problemática que se expande por todo el país y que complejiza la actual crisis sanitaria.

Vivo en Flores, el barrio donde el dengue es un tema de conversación que está al alcance de cualquiera, donde le gana por goleada al coronavirus en cada guardia de hospital o en cada clínica privada. La Comuna 7 (que abarca todo el barrio de Flores) es la más afectada de toda la Ciudad de Buenos Aires: ya acumula más de 500 casos confirmados. Pero ahí nomás están otras: la comuna 8 (Soldati, Lugano), la 4 (Parque Patricios, Barracas, La Boca y Pompeya) o la 10 (Floresta, Monte Castro, Versalles, Villa Luro). Dentro de Flores, según afirman en la sede comunal, la franja que va desde la calle Ramón Falcón a Francisco Bilbao —un radio de apenas seis cuadras— es el punto más crítico.

Desde hace varias semanas, vecinos y vecinas del barrio hacen circular información a través de distintas vías. Grupos de Whatsapp, cuentas de Twitter y Facebook, charlas en las filas que se forman en las veredas para comprar en comercios.

Lejos de ser una enfermedad de pobres, el dengue se convirtió en una enfermedad que no reconoce segmentos socioeconómicos ni demográficos. El mosquito aedes aegypti, con una autonomía de apenas 100 metros, está diseminado por muchas de las calles y de los barrios de la ciudad más rica del país. 

Hay que decirlo, aunque ya no alcance: la manera más efectiva de combatir a este mosquito es dar vuelta los tachos, evitar que se acumule agua en recipientes, tirar agua hirviendo en rejillas, procurar poner tules o mosquiteros en ventanas. El mosquito anda por todos lados. Merodea nuestras casas y se mete. Y todo eso sucede porque la campaña de prevención y de descacharreo, a cargo del Gobierno de la Ciudad, no se hizo cuando se tenía que hacer (en el invierno pasado). Eso trajo como consecuencia esta epidemia silenciosa. Lógicamente, una pandemia eclipsa a una epidemia. ¿Pero qué hacemos para que un problema no profundice otro?

Tuve durante cinco días fiebre alta, que por momentos llegó a 39.5 grados, y un dolor en el cuerpo difícil de narrar: la cintura se me partía por las noches, noches en las que era imposible dormir, y mi única manera de atenuar esos síntomas era con una pastilla de paracetamol, paños fríos y paciencia (que muchas veces no tuve). En algunos países, incluso en algunas zonas de la Argentina, al dengue lo llaman la “fiebre rompehuesos”. Es una buena manera de sintetizar sus características.

Leí por ahí una frase de Ibn Sina, un médico y filosofo persa, que me gustó: “La imaginación es la mitad de la enfermedad. La tranquilidad es la mitad del remedio. Y la paciencia es el comienzo de la cura”. Experimenté las tres. Sobre todo la primera.

Después de varios días con fiebre alta, paranoiqueé que tenía el Covid-19. Llamé al 107 varias veces en diferentes momentos, pero siempre me decían lo mismo: que mi cuadro no respondía a los parámetros estipulados. No tenía dificultades al respirar, no había viajado al exterior ni había estado en contacto con alguien que haya estado afuera. Llamé a un médico de mi obra social, que se acercó a mi casa, me revisó casi desde dos metros y me dijo que tomara paracetamol. Pero la fiebre y los dolores seguían.

Entonces, al cuarto día, y luego de procrastinar todo lo que pude porque no quería meterme en una clínica en este contexto, fui a una guardia. Me hicieron estudios de laboratorio –sangre, orina e hisopado– y me confirmaron lo que tenía. El virus del dengue me había bajado las plaquetas en sangre a 112, cuando lo normal es 250.

La recomendación de la médica fue hacer reposo, realizarme un control de plaquetas cada 48 horas (si bajaban a 50 debían internarme) y estar atento a otros síntomas más graves que puede presentar la enfermedad: sangrado, erupciones de piel y fuerte dolor abdominal, entre otras.

Yo seguía con fiebre alta, ese dolor de cuerpo que se agudizaba por las noches, un raro dolor de cabeza que giraba en torno a los ojos y náuseas cada vez que olía una comida. Durante algunos días, lo único que quise comer fue manzana y té con limón. Recién ahora, 14 días después, me volvió el apetito.

Liliana del Carmen Ruiz es una de las personas que integra la lista de fallecidas por el coronavirus en Argentina. Hoy, miércoles 8 de abril, esa lista es de 63 personas. Liliana era pediatra, vivía en La Rioja, primero fue diagnosticada con dengue y luego contrajo el Covid-19. La pandemia de coronavirus y la epidemia de dengue, lejos de disociarse, muchas veces conviven y se potencian.

Liliana no fue el único caso. La co-infección de dengue con el covid-19 y otras enfermedades existió en otras personas. El último domingo, Dylan Montero, un joven de 18 años, murió a causa de un cuadro de dengue y meningitis.

Todas estas muertes evidencian una problemática que es invibilizada por el contexto, pero que recrudece cada día no sólo en la Ciudad, sino en varias provincias, donde los enfermos de dengue se cuentan de a miles. Una situación que es necesario abordar y poner sobre la superficie. Al menos, para que después no digan que nadie avisó.