Argentina vive una peligrosa paradoja. Con la inapelable misión de proteger la salud pública ante la pandemia mundial de Covid-19, el DNU 297/2020 estableció desde las cero horas del viernes 20 de marzo el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (APSO) en todo el territorio nacional, fijando desplazamientos mínimos (con la correspondiente certificación habilitante) y exceptuando de su cumplimiento a aquellas actividades consideradas como “esenciales”. El desmonte de bosque nativo, las fumigaciones con agrotóxicos cerca de ciudades o la quema descontrolada de pastizales en el Delta del Paraná, no sólo no se detuvieron en cuarentena, sino que, aprovechando la falta de controles y evidenciando un absoluto desinterés por el riesgo extra que implica el actual contexto de emergencia sanitaria, se profundizaron. Las organizaciones ambientales, las asambleas y las comunidades afectadas, como lo vienen haciendo desde hace mucho tiempo, denunciaron este “ecocidio” y comprometieron al resto de la sociedad civil en un reclamo colectivo. Nunca antes fue tan clara la oportunidad de los funcionarios, tanto a nivel municipal, provincial y nacional, de mostrar una real voluntad política de detenerlo. De no hacerlo se seguirá como hasta ahora, es decir, anteponiendo los intereses de algunos productores y empresarios sobre la defensa de nuestros recursos naturales.

Postal de una catástrofe

El fuego ahí nomás del río, el cielo encendido de rojo, el humo extendiendo el drama hasta las ciudades. En lo que va de 2020, los sensores satelitales de la NASA registraron más de 14.700 focos de calor (un porcentaje muy menor puede no corresponder a incendios) en las islas del Delta del Paraná, el número más alto desde el 2012. Dicho de un modo menos técnico: las llamas están destruyendo más de 19.000 kilómetros cuadrados de humedales, hábitat natural de más de 700 especies de plantas, y otras 500 de vertebrados, entre mamíferos, aves, peces, reptiles y anfibios.

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(Foto: Gentileza Sebastian Suarez Meccia/Greenpeace)

La quema intencional de pastizales provocados durante una gran sequía debido a la bajante histórica del río Paraná y las escasas lluvias en la región, además del impacto en la biodiversidad y la contribución al cambio climático por el aumento de emisiones, afecta enseguida la salud y la vida de los isleños: muchos perdieron sus casas por el avance del fuego; otros, como los apicultores, vieron su producción arruinada; todos debieron convivir con el humo y la ceniza que causa, entre muchas complicaciones, problemas respiratorios. En un contexto de pandemia, estas situaciones intensifican la vulnerabilidad de las poblaciones y agravan los riesgos.

“En la primera década del 2000 hubo un cambio sustancial que fue la introducción del paquete tecnológico de la mano de la soja. La ´agriculturización´ desplazó a la ganadería que terminó instalándose en la zona del Delta del Paraná. Desde hace muchos años tenemos incendios que responden a la práctica de quemar pasto, algo que solo debería hacerse excepcionalmente y por expertos, con presencia estatal que regule la actividad. Lo que hoy está ocurriendo en el Delta es justamente lo contrario: se incendia descontroladamente por la irresponsabilidad y la avaricia de los productores y la falta de institucionalidad en el territorio”, explica Ana Di Pangracio, abogada especializada en Derecho Ambiental y directora ejecutiva adjunta de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN).

Casi un cuarto del país está ocupado por humedales que, entre otros beneficios, previenen inundaciones, potabilizan el agua y ayudan a mitigar el efecto de las sequías. También son aliados en la lucha contra el cambio climático ya que son los ecosistemas que más carbono capturan. Aun así, desaparecen más rápido que los bosques.

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(Foto: Gentileza Sebastian Suarez Meccia/Greenpeace)

“Los humedales están en retroceso porque son vistos como tierras de descarte, que hay que rellenar para ponerlos al servicio de la producción. En las zonas de ríos la principal amenaza es el avance de la frontera agrícola y en el caso del Delta se le suma el desarrollo inmobiliario. En los salares del norte del país, por ejemplo, el enemigo es la minería de Litio; otra amenaza general es el impacto de los agrotóxicos o la introducción de especies exóticas como ocurrió con el castor en Tierra del Fuego. La más común, independientemente del lugar del país en que se encuentre, es modificar el uso del suelo lo que implica cambiarle al humedal su función ecológica”, destaca Di Pangracio.

El sábado 1 de agosto, Día de la Pachamama, más de 3.000 personas se movilizaron en el puente Rosario-Victoria en reclamo de una ley de humedales desafiando las restricciones que impone la emergencia sanitaria. “Qué casualidad que justo cuando estamos cuidándonos, que no podemos movernos en el territorio, que no podemos hacer una movilización, hay una embestida de los poderes económicos con una intensidad nunca vista que pretende arrasar con todo indicio de vida”, reflexiona Daniela Verzeñassi, integrante del Foro Ecologista de Paraná y la Coordinadora provincial Basta es Basta.

Para la activista ambiental lo que está pasando en Entre Ríos es un “desastre” y agrega que “estuvimos una semana bajo cenizas sin poder respirar. Un vecino de las islas me contó que meten la pala y hasta los 40 centímetros de profundidad el suelo está muerto. Es muy angustiante”. Tanto ella como Di Pangracio coinciden en que, aun habiendo “más conciencia de la gente”, es necesario impulsar una agenda que vaya más allá de los incendios.

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(Foto: Gentileza Eduardo Bodiño/Greenpeace)

“Solo con un papel escrito no alcanza –concluye Verzeñassi– porque tenemos leyes que son fantásticas, pero igual se siguen cometiendo un montón de barbaridades en los territorios. Lo que se necesitan son acciones políticas concretas para preservar el ambiente. El gobierno debe decidir si seguimos repitiendo la historia e intensificamos el modelo extractivista o empezamos a transitar un camino diferente”.

“El sistema conspira para el desmonte”

Un empresario compra un lote de tierra en la mesa de un hotel o bar. Luego, en la oficina de la Dirección de Bosques, un técnico revisa las imágenes satelitales para constatar que el territorio es apto para los planes del flamante dueño. Si el técnico descubre, por ejemplo, que el proyecto afecta a una comunidad, debería impugnarlo, pero eso por lo general no ocurre: la regla es la aprobación. El empresario, entonces, se presenta ante la comunidad con un permiso que avala el desalojo. Junto a él, agentes de la policía provincial o custodios privados desalientan la resistencia. Más atrás, los ´alambradores´ y las topadoras esperan la señal que los pongan en marcha.

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(Foto: Gentileza Martin Katz/Greenpeace)

“La primera de muchas violencias es esa que atraviesa oficinas y que cuando llega al territorio, ya está todo cocinado. Las mismas comunidades que ven un papel de un organismo oficial piensan que es legal que los desalojen. Existe una cadena de violencia institucional, todo el sistema conspira para que el desmonte se lleve a cabo”, dice Cariló Olaiz, representante de la secretaría de Tierras y Derechos Humanos del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), una de las organizaciones que resiste el avance de las topadoras, aunque sus integrantes terminen “siendo perseguidos y criminalizados por parte de policías, jueces y fiscales que favorecen a empresarios del agronegocio”.

El monitoreo de deforestación que realiza Greenpeace mediante la comparación de imágenes satelitales reveló que, a pesar de las restricciones impuestas por la cuarentena provocada por la pandemia de Covid-19, entre el 15 de marzo y el 31 de julio se arrasaron 29.229 hectáreas de bosque nativo. En detalle: Santiago del Estero desmontó 12.488 hectáreas, Salta 7.755, Formosa 5.294 y Chaco 3.692. El dato no sorprende si se tiene en cuenta que solo estas cuatro provincias concentran el 80% de la deforestación del país.

“Las actividades agropecuarias estaban exceptuadas de cumplir la cuarentena desde el principio y luego se permitieron las actividades forestales, como pueden ser los madereros, el carbón y hasta una tala controlada. El desmonte no puede ser nunca una actividad esencial y realizarlo en este contexto es un delito penal”, se queja Hernán Giardini, coordinador de la Campaña de Bosques de Greenpeace.

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(Foto: GENTILEZA Greenpeace)

Giardini destaca que en el actual contexto de aislamiento obligatorio “los grupos indígenas y los activistas no podemos salir para frenar las topadoras” e insiste en que “la deforestación en cuarentena es responsabilidad de los empresarios y también de los gobiernos”.

En ese sentido, Greenpeace está impulsando desde su página web una petición para que los gobernadores Gerardo Zamora (Santiago del Estero), Gustavo Sáenz (Salta), Jorge Capitanich (Chaco) y Gildo Insfrán (Formosa) decreten la emergencia forestal y prohíban los desmontes de manera inmediata y para siempre.

La organización ecológica también advierte que, de concretarse el acuerdo con China para la instalación en el país de granjas industriales para la cría de cerdos, “generará aún más presión sobre los bosques, ya que aumentará significativamente la demanda de maíz y soja para alimentarlos”.

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(Foto: Gentileza Sebastian Pani/Greenpeace)

“El acuerdo con China –avisa Giardini– va a contramano de las medidas necesarias para enfrentar la crisis sanitaria y climática. Estamos reemplazando un bosque por hectáreas de pasteo de ganado y soja que terminan siendo forraje para chanchos. Encima lo plantean como un modelo de progreso y las provincias que más desforestan son también las más pobres del país”, y agrega: “más desmontes significan más enfermedades, más cambio climático, más inundaciones, más desalojos de comunidades campesinas e indígenas, y más desaparición de especies en peligro de extinción, como el yaguareté. Los gobiernos no deben seguir siendo cómplices de este crimen. No podemos perder ni una hectárea más”.

Expuestos al Covid -19 y a los agrotóxicos

“Pese a la situación en la que está sumida la humanidad ante la pandemia del nuevo coronavirus, en función de la cual el Gobierno nacional estableció el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio, el avance de avionetas y máquinas terrestres sobre las casas de lxs vecinxs continúa, poniendo en riesgo la salud de las comunidades”. Eran los últimos días de marzo y la Mesa Provincial de Agrotóxicos y Salud de Santiago del Estero lanzaba un comunicado para denunciar las constantes fumigaciones sobre El Bagual, Casilla del Medio, El Charco Bobadal y otros parajes de esa zona ubicada en el límite con Tucumán.

“La situación – explicaba entonces a Tiempo Sergio Raffaelli, párroco de Pozo Hondo y referente de la lucha de las comunidades– está peor que antes, porque la justicia también está en cuarentena. Cuando hacemos la denuncia, el fiscal nos dice que está solo porque la gente trabaja desde la casa. Lo mismo pasa con la policía, no hay agentes porque todos están cuidando los accesos. Así que los sojeros se aprovechan y le meten con todo, no les importa, te tiran el veneno por la cabeza”.

Cuatro meses después y a más de 1500 kilómetros, los vecinos de Mar Chiquita, en la provincia de Buenos Aires, denunciaron públicamente la fumigación a metros del camping Playa Dorada, muy cerca de Santa Clara del Mar.

“El mosquito (máquina de aplicación terrestre) esparció su veneno a menos de 50 metros de las casas, en plena cuarentena, siendo uno de sus efectos el debilitamiento del sistema inmunológico y afecciones en las vías respiratorias», se quejaron a través de las redes sociales del grupo Mar Chiquita Por el Buen Vivir.

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La organización de los vecinos había logrado el año pasado, a través de la Asamblea Paremos el Desierto Verde, el fallo dictado por el Juzgado Civil y Comercial N°15 de Mar del Plata, a cargo de Héctor Casas, que dispuso una distancia de protección de 1.500 metros para las aplicaciones terrestres de agrotóxicos respecto de viviendas y cursos de agua. Sin embargo, en plena cuarentena, el Concejo Deliberante aprobó una ordenanza municipal que retrotrajo los límites a 150 metros violando aquella resolución judicial y atendiendo, una vez más, los intereses agroindustriales de la zona.

Darío Ávila es abogado e integrante de varias asambleas ambientales. En su extenso curriculum destaca haber sido querellante en la causa conocida como “barrio Ituzaingó Anexo”, en Córdoba, donde logró, en 2012, que se considere delito a la fumigación con agrotóxicos en función de la Ley de Residuos Peligrosos. Aquel fallo no tenía precedentes en la Argentina ni tampoco en el resto del mundo.

“En un contexto en que las personas están expuestas a los agrotóxicos –dice–, sobre todo en la región pampeana, el Covid-19 encuentra un caldo de cultivo porque actúa sobre una población vulnerable. Se sabe que lo primero que hacen el glifosato, el 2,4D y la atrazina, que son los tres plaguicidas más utilizados en la Argentina, es bajarte las defensas porque atacan el sistema inmune de las personas. Después intervienen sobre el sistema endócrino con potencial para generar mal formaciones, por lo tanto, afectan a las glándulas y aparecen problemas como el hipotiroidismo. La atrazina y el 2,4 son neurotóxicos, es decir, actúan a nivel neurológico y pueden provocar, por ejemplo, autismo. Si a todo eso le sumas el coronavirus el riesgo es altísimo”.

Para Ávila, este escenario peligroso lo explica el artículo 6 del decreto presidencial que dispuso que “las cadenas agropecuarias y de la alimentación quedaran exceptuadas” del cumplimiento de la cuarentena.

“Entramos en una grave contradicción –explica– porque, por un lado, nos mandan a encerrarnos para cuidarnos y evitar el colapso del sistema de salud, algo que es para aplaudir; pero, por el otro, las fumigaciones se siguen haciendo sin ninguna restricción, o sea que autorizan actividades que tienen un impacto en la salud de los argentinos. Encima, todo aquel que ve vulnerado su derecho cuando va a la justicia se encuentra que tampoco está habilitada para darle tratamiento a las denuncias. La salud pública de los pueblos fumigados termina cayendo en un saco roto porque no está encontrando respuesta en ningún estamento del Estado”.